José Carlos Mariátegui
(1894-1930)

Sumario:

— Niñez y adolescencia
— La edad de piedra
— Europa: aprendizaje y experiencia
— Montado en un relámpago
— El arte como expresión de la conciencia
— El primer marxista americano
— El indigenismo de Mariátegui
— La segunda jornada
— De la palabra a la organización
— La Conferencia Comunista latinoamericana
— Dos líneas sobre la cuestión étnica
— Contra el revisionismo
— La Internacional suena en Lima

«Los revolucionarios de todas las latitudes tienen que elegir entre sufrir la violencia o usarla»

Niñez y adolescencia

Este gran marxista peruano nació en Moquegua el 16 de julio de 1894. Su madre, Amalia La Chira, natural de la provincia de Huacho, era de orígen indígena; su padre, Francisco Mariátegui, de raíz colonial, vasca. Mestizo, en él estaban fundidos el conquistador y el hombre primitivo de Perú.

El año de nacimiento de Mariátegui resurgió en Perú el caudillismo militar: el general Avelino Cáceres impone su dictadura. Poco tiempo después, a la cabeza de los civilistas, Nicolás de Piérola encabeza un levantamiento que derriba a Cáceres tras una violenta guerra civil que no causa 20.000 muertos en 14 meses, cifra considerable para una población de tres millones de habitantes. Se trata de una auténtica eclosión popular, aunque carente de dirección, señalando una nueva etapa en la vida del Perú. Los harapientos que vencen al ejército de la dictadura, constituyen un factor progresista en el escenario de la nación, empobrecida, abatida, sumida en el marasmo y la atonía. El régimen que inaugura Piérola es civilista, pero los terratenientes restauran su dominio. Se inicia la República aristocrática.

En Perú el núcleo dominante ha sido civilista, un instrumento al servicio del imperialismo británico o estadounidense. Apenas un clan electoral, listos para asaltar el presupuesto del Estado, los civilistas nunca fueron un verdadero partido político. Carecían de ideología y de programa, y gobernaron Perú a expensas de la explotación, la inmoralidad administrativa, el fraude y el crimen casi erigido a la categoría de instituciones públicas. Irrumpieron contra el caudillismo militar pero devinieron rendidos aduladores de las fuerzas armadas.

Mariátegui tenía 7 años cuando sufrió la caída y el golpe en la rodilla que anquilosó su pierna. No podía jugar ni correr, forjando un espíritu infantil débil, de mirada triste y actitud silenciosa. Va de médico en médico para salvarse de la invalidez. Desde esa edad sabe del olor del cloroformo, la fría blancura de los cuartos de hospital, el doloroso palpar de las manos del facultativo, la inmovilidad, la soledad, el silencio.

Como la madre tiene que trabajar, el niño pasa las horas solo, en su lecho, esperando, sufriendo. No puede soportar el hálito de la anestesia y en una de las intervenciones quirúrgicas a que es sometido, a los nueve años, pide que no lo duerman. Extiende la pierna sobre la mesa de operaciones y, con el valor de un adulto, resiste la herida del bisturí en la frágil rodilla.

Su infancia transcurre entre la miseria. El padre, empleado en el Tribunal Mayor de Cuentas, fue trasladado al norte del país y nunca se supo más de él. Su madre, curvada sobre la máquina de coser, se vio obligada a mantener a los cuatro hijos. Uno de ellos murió temprano.

A comienzos del otoño de 1909, con sólo 14 años, entró a trabajar para ayudar a los suyos en la imprenta del diario La Prensa, que será su escuela primaria. Entre la tinta y el papel va a encarar la vida, a forjarse el hombre. Renqueando, arrastrando su pierna, el adolescente Mariátegui también ejerce de mensajero en el diario, llevando y trayendo cuartillas del taller.

Es su aprendizaje periodístico. Algunas veces corrige pruebas. Lee, estudia, escucha, conversa. Juan Manuel Campos, el linotipista anarquista que le llevó a trabajar en el diario, poco después lo presentó al gran anarquista peruano Manuel González Prada y a su hijo Alfredo. Su amistad con Alfredo González Prada le permitió frecuentar la nutrida biblioteca del poeta y pensador anarquista. En 1909, en casa de González Prada, conoció, entre otros destacados hombres de letras, a Enrique Bustamante y Ballivián, Jose María Eguren, Abraham Valdelomar y José Gálvez. Si añadimos a los nombres anteriores los de Leónidas Yerovi, Luis Fernán Cisneros, Hermilio Valdizán, periodistas de La Prensa, podremos apreciar la calidad del medio en el que empezó a desenvolverse Mariátegui.

Provinciano y virreinalista aún, Perú enlaza tardíamente con la renovación literaria del modernismo, que cautiva también a Mariátegui. Aún la política no ha permeado la literatura modernista. Con su cristalina franqueza, evocaría Mariátegui: Nos nutríamos en nuestra adolescencia de las mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo, escepticismo.

En el ámbito peruano se palpa inquietud social e intensa conturbación política. En 1912 se convocan las elecciones más emocionantes del período repúblicano que otorgan el poder a Guillermo Billinghurst. Fue entonces cuando Mariátegui empezó a conocer mejor a Abraham Valdelomar, que usaba el seudónimo El Conde de Lemos y trabajaba como secretario de Billinghurst. Con él le unirá una gran amistad en esta época bohemia de su vida: similitud de enfoques y de planteamiento vital. Aparte de llamarle cojito genial, reconoce que Mariátegui es el único producto biológico que recibe cartas mías. Como sus jóvenes contemporáneos, Mariátegui recibió una fuerte influencia de Valdelomar. Éste publicó en La Prensa sus Diálogos máximos, especie de conversaciones entre dos personajes, Manlio y Aristipo, a través de los cuales descubrimos las personalidades de Valdelomar y Mariátegui.

Valdelomar fue un caso excepcional dentro de la literatura peruana. Elogiado y atacado en vida como ningún otro escritor de su país, estuvo decidido a triunfar en su medio para lo cual no dudó en adoptar posturas desafiantes y escandalosas a la manera de Oscar Wilde, a quien seguramente quiso imitar. Sin embargo, detrás del decadentismo que solía mostrar en público y su apego a las frases brillantes e irónicas, se descubre un auténtico temperamento artístico, lleno de sentimiento y nostalgia. En el reportaje que César Falcón le hizo en 1916, Mariátegui declaró que Valdelomar era el mejor escritor de la generación joven y elogió su cuento criollista El Caballero Carmelo que contiene algunos de los mejores relatos escritos en Perú. Compartía con él sus inquietudes artísticas. Había leído sus crónicas y novelas cortas La ciudad muerta y La ciudad de los tísicos, publicadas por entregas en las revistas Ilustración Peruana (1910) y Variedades (1911). Al llegar Billinghurst a la presidencia, Valdelomar asume la dirección del periódico oficial El Peruano por unos meses antes de viajar a Italia como Segundo Secretario de la embajada. Durante los dos años de separación, los amigos mantuvieron nutrida correspondencia, y las crónicas de Roma enviadas por El Conde de Lemos al diario La Nación le servirían de modelo a Mariátegui, siete años más tarde, para redactar sus Cartas de Italia. Con más distancia, en 1924 valoró así a Valdelomar:

Valdelomar trajo de Europa gérmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente voluptuoso, retórico y meridional [...]

Valdelomar reúne, elevada a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño.

Era un temperamento excesivo, que del más exagerado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento a todo deseo.

Con Billinghurst revienta el primer paro obrero y su secuela de prisiones. En 1914 la clásica revuelta militar, instigada por la oligarquía civilista y acaudillada por el coronel Óscar Benavides, derroca al gobierno. Bajo el oprobio de la tiranía sufre el país más de un año. Mariátegui roza los veinte años y comienza a ser conocido por su seudónimo, Juan Croniqueur. La agilidad de su estilo periodístico y su lúcida visión de los acontecimientos le abre paso. Cuando se habla de él, salta la frase: ¿El cojito Mariátegui? Es inteligentísimo.

La edad de piedra

Mariátegui trabajó siete años en La Prensa, pasando de los talleres a la redacción. El 24 de febrero de 1911 apareció su primer artículo y le sorprendió su publicación, animándole a continuar. A partir de 1916 empieza a escribir con más regularidad. Ningún tópico es ajeno a su quehacer de periodista: literatura, deportes, caballos, toros, boxeo... Le atrae el circo: bohemio, vagabundo, anticapitalista. De julio de 1915 a octubre de 1916 redacta notas sociales y poesía para Lulú, una revista semanal ilustrada para el mundo femenino. También crónica hípica para Mundo Limeño y El Turf, de la que deviene codirector.

En las páginas de Lulú aparecen algunos poemas suyos de sabor decadentista: Plegarias Románticas y Gesto de Spleen, junto a editoriales en que se entrevé la garra del crítico político: La historia de los gobiernos peruanos es la historia de nepotismos continuados, es la dominación de señaladas familias que fingiéndose defensoras de las clases menesterosas se han perpetuado en la holganza, se han mantenido ejerciendo un control abusivo y repugnante.

Estela de la educación materna, lo domina por breve tiempo la emoción religiosa y se sumerge en el Convento de los Descalzos. De esta etapa son su crónica La procesión del Señor de los Milagros, que obtiene el premio municipal de literatura, y un florilegio de sonetos alejandrinos, Los salmos del dolor, que conforman su libro Tristeza, nunca publicado. Escribe una comedia, Las tapadas, inspirada en el pasado virreinal, y un drama histórico en verso, La Mariscala, en colaboración con Valdelomar. El texto, en seis actos, glosaba el libro del Conde de Lemos publicado poco antes con idéntico título. Algunas escenas del drama aparecieron en El Tiempo en 1917, pero nunca fue representado. Todo ello pertenece a lo que Mariátegui denominaría irónicamente su edad de piedra.

En La Prensa conoce a César Falcón, lector de Tolstoi y ya preocupado por los problemas sociales, con quien se unirá en una estrecha y larga amistad: Somos, casi desde las primeras jornadas de nuestra experiencia periodística, combatientes de la misma batalla histórica. Los contactos entre ambos serán múltiples dentro y fuera de Perú desde esta época inicial hasta los avatares de la publicación de una de sus últimas obras. Amistad personal y convergencias o divergencias políticas e ideológicas y aún intelectuales; una amistad juvenil que se mantendrá durante toda la vida de Mariátegui y que, aunque con altibajos, será firme y sólida incluso en los momentos más difíciles. Un amigo común, Félix del Valle, comenta años más tarde: El yunque ha sido el mismo para los tres. Hemos sufrido más que gozado. En compañía de Falcón Mariátegui funda una tertulia literaria, al estilo de la época, en el Palais Concert, conocido restaurante de principios de aquellos días situado enfrente de la redacción de La Prensa. Charlan, discuten sobre asuntos literarios, saborean cócteles, mezcla de pisco y vermouth. En el verano de 1916 acometen la aventura de la revista Colónida, de efímera vida: 4 números. En su tercer número Mariátegui publicó tres sonetos de inspiración religiosa, con el título general de Los psalmos del dolor. El primero, Plegaria del cansancio, con metro irregular modernista, declara en los dos versos finales del primer cuarteto:

Solloza en mis recuerdos la temprana, indecisa
violación del secreto del Bien y del Mal

En el segundo cuarteto confiesa:

Es solo mi tristeza la tristeza enfermiza
de un niño un poco místico y otro poco sensual

La revista Colónida rescató del olvido la figura de José María Eguren, el primer escritor peruano que merece con justicia el calificativo de poeta. El grupo formado en torno a ella intentó superar el modernismo con una nueva sensibilidad y tuvo resonancia en el clima reaccionario de Lima. Movimiento insurgente -no revolucionario- contra el colonialismo intelectual: Un reto a las revistas serias y a las gentes conservadoras. En 1924 recordó así a esta revista pionera:

Colónida representó una insurrección -decir una revolución sería exagerar su importancia- contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y ojerosa [...] Agotó su energía en un grito iconoclasta y su orgasmo esnobista [...] Los colónidos no coincidían sino en la revuelta contra todo academicismo [...] Tendieron a un gusto decadente, elitista, aristocrático, algo mórbido.

La bizarría, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de los ‘colónidos’ fueron útiles.

Cumplieron una función renovadora. Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como vulgar rapsodia de la más mediocre literatura española... Colónida fue una fuerza negativa, disolvente, beligerante.

El ‘colonidismo’ negó e ignoró la política. Su elitismo, su individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus emociones.

De otro lado, los colónidos no se comportaron siempre con justicia. Simpatizaron con todas las figuras heréticas, heterodoxas, solitarias de nuestra literatura. Loaron y rodearon a González Prada [...] Amaron lo que en González Prada había de aristócrata, de individualista; ignoraron lo que en González Prada había de agitador, de revolucionario.

El experimento concluye, y los escritores que en él intervienen -expresará Mariátegui- sobre todo los más jóvenes, empiezan a interesarse por las nuevas corrientes políticas.

En 1916 un cambio de rumbo político en La Prensa obliga a Mariátegui a abandonar la redacción junto con César Falcón. Hasta entonces, La Prensa combatía todas las mañanas al régimen, a los hombres, a los partidos de gobierno, y esperaba todas las madrugadas el asalto o la clausura que ya se hablan producido en la noche tenebrosa del 29 de mayo de 1909... Cada día se atacaba más enérgicamente al adversario y éste replicaba con mayor dureza... Los jefes eran perseguidos y encarcelados y volvían para hablar más alto. Mariátegui marcha a El Tiempo, un diario con un perfil de izquierda.

En 1917 Mariátegui añadirá a su repertorio temático, intelectual y vital elementos del más puro romanticismo, alguno de los cuales le llevará a hospedarse algún tiempo en la cárcel junto con Valdelomar por organizar en el cementerio una sesión de danza clásica sobre las tumbas, bajo los acordes melancólicos de la marcha fúnebre de Chopin.

La musa inspiradora de tal evento fue una célebre bailarina suiza Norka Rouskaya, de la escuela de Isadora Duncan, envuelta en sutiles velos bajo la embrujada claridad lunar. Aparte de la detención de los participantes se originó un fuerte escándalo en la Lima pacata y tradicional, a la vez que llegaba el tema incluso al Parlamento, pidiéndose elevadas penas para los profanadores.

Aunque al final se solucionó todo, ya se va perfilando en la obra y actitudes de Moriátegui una acentuada posición antiacademicista y de rebelión frente a los cánones artísticos convencionales, debido probablemente al influjo del modernismo radical de su amigo Abraham Valdelomar. Para éste lo espectacular había de ser una de las claves, uno de los mecanismos que anunciaran la llegada de los nuevos tiempos.

Durante la I Guerra Mundial, Perú evoluciona económicamente. Los terratenientes y la oligarquía exportadora de algodón y azúcar, productos que demandan los países en pugna, incrementan sus beneficios, pero el costo de la vida sube y la suerte del trabajador empeora en proporción inversa al progreso económico de la oligarquía. El poder adquisitivo del salario en 1918 es inferior en un 50 por ciento al que percibe el obrero al declararse la conflagración europea. El movimiento proletario va articulándose y la inquietud estudiantil conmueve las universidades. Son los preludios de la organización sindical. En el poder está por segunda vez el civilista José Pardo.

Mariátegui inaugura en El Tiempo una columna que no tarda en hacerse popular: Voces. En ella aborda temas artísticos y literarios y desfilan los acontecimientos políticos más importantes. Es también cronista parlamentario, lo que le permite conocer a esa fauna de farsantes de la política que compone la cleptocracia peruana. Esa experiencia, y el haber sido testigo de la quiebra del parlamentarismo europeo ante la acometida del fascismo, determina su diagnóstico, de 1925: Esta democracia se encuentra en decadencia y disolución. El parlamento es el órgano, es el corazón, de la democracia. Y el parlamento ha cesado de corresponder a sus fines y ha perdido su autoridad y su función en el organismo democrático. La democracia se muere de mal cardíaco.

A los 21 años Mariátegui es dueño de su oficio y se impone en el periodismo limeño. En una intensa trayectoria, hasta su salida a Europa en 1919 escribió 800 artículos socio-políticos y crónicas, 37 poemas, 15 cuentos y 2 dramas. Sobre todo aparecieron en La Prensa y en la columna Voces que publicó tanto en El Tiempo como en La Razón. Como ha escrito Chang Rodríguez, la crítica literaria no se desarrolló en Perú hasta su aparición. Ha cuajado su estilo y se ha formado el cronista, vivaz, sobrio, avisado. Tiene una nueva visión del mundo y de su país. Aflora su temperamento polémico en la réplica a los ataques de un mediocre pintor, Teófilo Castillo, que pontifica sobre arte:

Me enorgullece mi juventud porque es sana y honrada y porque me conserva esta gran virtud de la sinceridad... No busco embozos ni me agradan disfraces. Me descubro como soy. Escribo como siento... Ninguna influencia me ha malogrado. Mi producción literaria, desde el día en que siendo niño escribí el primer artículo, ha sido rectilínea ha vibrado siempre en ella el mismo espíritu. Fue siempre igual.

Se ahondan su anticivilismo y su beligerancia antioligárquica. La crítica del joven escritor trasciende lo meramente literario a la iconoclastia política y social. Un episodio resulta revelador: Mariátegui impugna el Elogio del Inca Garcilaso de la Vega que pronuncia José de la Riva Agüero en la Universidad de San Marcos. El jefe del flamante Partido Nacional Democrático -futuristas se intitulan sus conmilitones- destaca como vocero de una facción del civilismo y apunta evidente fidelidad a la colonia. Detecta en las palabras del conferenciante su futura conducta pública: la de panegirista, fascista y servidor de las dictaduras pretorianas de Perú.

En las páginas de otras publicaciones o en las mismas de su principal centro de trabajo, Mariátegui preserva los diversos seudónimos que le han acompañado: Croniqueur, Jack Kendalif, Monsieur Camomille... Es la huella de su trayectoria social. Va desbrozando su camino pero era urgente encontrar un cauce adecuado a sus formas de expresión. Ello les lleva a fundar una revista, Nuestra Época, empresa en la que estuvo secundado por César Falcón y Humberto del Águila. También contó entre sus colaboradores son César Vallejo, otro amigo, intelectual trasplantado, compañero de la mala suerte, como explicaba Félix del Valle, de la bohemia involuntaria, llena de penurias y sufrimientos. Todos ellos, en su momento, significaron la vanguardia intelectual de un país que se resistía a morir intelectualmente en la desesperación de una dependencia total del exterior.

El impacto de la Revolución de Octubre y la acción proletaria y estudiantil también se reflejaron en Perú. El 23 de diciembre de 1918, los trabajadores de la fábrica de Tejidos el Inca se declararon en huelga exigiendo se limitara a ocho horas la jornada de trabajo. La Federación de Estudiantes apoyó la huelga y participó activamente al lado de la clase trabajadora. El 15 de enero tras tensas reuniones con el Consejo de Ministros, se firmó el decreto que establecía en Perú la jornada de ocho horas.

La aventura editorial de Nuestra Época mantiene la tónica de lo leído y lo visto en otras publicaciones europeas, fundamentalmente la revista España, de la que debieron impactarle los artículos de Araquistain Alomar o Unamuno. Aquí aparece ya José Carlos Mariátegui firmando sus trabajos, junto a toda una pléyade de artistas y escritores que se autoconsideraban la vanguardia de las vanguardias.

En el primer número de Nuestra Época escribe Mariátegui un artículo que muestra un cambio en su trayectoria periodística: se titula Malas tendencias. El deber del Ejército y el deber del Estado. Al igual que sus compañeros aboga por un Perú moderno al sevicio de sus ciudadanos, criticando duramente el incremento en los gastos militares mientras una buena parte del país subsistía en mínimos niveles educativos y alimenticios. El artículo enfurece a un grupo de oficiales cavernícolas por la crítica de los excesos y el favoritismo de los militares. El autor no firma ya Juan Croniqueur pero le acarrea recibir varias palizas por parte de grupos de oficiales del ejército. En plena calle Mariátegui es insultado y golpeado, a pesar de su inferioridad física. Con motivo de la agresión que sufrió en sus oficinas por parte del teniente José Vázquez Benavides, se reta a duelo, del que escapó gracias al clamor popular. La ciudad se indignó y protestó contra la cobardía y la agresión. Intelectuales y periodistas se solidarizan con la víctima impidiendo lo que se habría transformado en un asesinato, ya que el cojito, como cariñosamente lo denominaban sus adeptos, ni había usado pistola ni podía moverse con rapidez para defenderse.

Sin embargo, mostró una gran entereza de ánimo y un claro convencimiento de su postura. La réplica literaria fue sencilla, imperturbable: La fuerza es así. La cultura se enfrenta a la prepotencia y el Ministerio de la Guerra se ve obligado a dimitir. También Mariátegui se despide del diario El Tiempo enero de 1919 y escribe a su director, Pedro Ruiz Bravo, recriminándole su falta de apoyo; le llama desleal e inconsecuente:

Habría tenido usted derecho para mostrase asolidario con un redactor a quien no debiera usted cooperación tan intensa, perseverante y abnegada como la mía. Cooperación, señor Ruiz Bravo, que para mí no ha 'representado sino la esterilización baldía de dos años de mi jzcrventzcd y mi contaminación con pecados, huachaferías y errores cuya repulsa he tenido que sepultar en el fondo de mi alma... Advierta usted que no me quejo contra ‘El Tiempo’. Sólo me quejo contra usted. Si me quejara contra ‘El Tiempo’ mis reproches caerían injustamente sobre mis muy queridos, buenos e inteligentes compañeros que siempre me han rodeado.

Mariátegui mantiene una postura de dignidad firme y madura. La bohemia no parece excluir el compromiso, aunque todavía embrionario. Hay una raíz ética que le acompañará toda la vida... Es la base de su proyecto de creación heroica, según el cual las dificultades pueden mostrar el camino acertado para, venciéndolas, crear en la verdad y en la realidad.

Más fugaz que Colónida, Nuestra Época, que se imprimía en los talleres de El Tiempo, sólo distribuyó dos números, aunque se transformó en un órgano de difusión tan peligroso que desde el Gobierno se obligó a cerrar los talleres donde se imprimía. De todas formas un análisis concienzudo de su contenido no revela una especial inclinación socialista, sino mas bien un notable afán progresista y en todo caso antigubernamental. Sin embargo, sí significó un esfuerzo ideológico importante y la consecución de un aparato de propaganda que posteriormente sería de gran utilidad.

Al abandonar el diario El Tiempo funda con Falcón un nuevo diario, su segunda aventura editorial, La Razón, donde aparece de nuevo el factor religioso de Mariátegui en acción: convence al arzobispado para que el diario se edite en sus talleres gráficos.

En este año de 1919, La Razón era ya un órgano de difusión de ideas más que notable, un claro interés por los temas sociales, especialmente los relacionados con el sector obrero y sus reivindicaciones, el hormigueante mundo de los empleados y las voces que en el ambiente universitario se levantan contra el sistema de enseñanza y la necesidad de una refortna educativa en profundidad, reflejo de lo que desde años antes venía sucediendo en la universidad de Cuzco. En un artículo titulado La Patria Nueva hay un ataque contra los poderes públicos y el régimen político. Apoya la huelga por el abaratamiento de los artículos de primera necesidad y por la libertad de los obreros presos. Con ocasión de la celebración del primero de mayo La Razón toma una postura aún más decidida y abre sus columnas a los llamamientos en favor de huelga general, mantenida firmemente durante ocho días. En plena campaña electoral, el gobierno tilda de bolcheviques a los trabajadores, en su mayoría anarquistas o sin partido. Temeroso de un alzamiento popular, decreta el estado de sitio. Se realizaron numerosas redadas de militantes comprometidos con los sucesos que prácticamente habían paralizado la capital. Gracias a la veracidad de sus informaciones, La Razón se convierte en un órgano popular. Su sede se convierte en lugar de reunión y concentración hasta que el paro triunfa y dos meses más tarde fueron liberados los dirigentes detenidos: Nicolás Gutarra, Carlos Barba y Adalberto Fonken. Miles de obreros desfilan ante la sede del periódico en una gran manifestación de apoyo a Mariátegui por su ayuda. Durante ella habló a los presentes. De pie, en uno de los balcones del edificio, Mariátegui habla cálidamente: La visita del pueblo fortalece los espíritus de los escritores de La Razón [...] La Razón es un periódico del pueblo y para el pueblo, y sus escritores están al servicio de las causas nobles [...] La Razón inspirará sus campañas en una alta ideología y un profundo amor a la justicia. Dirigentes estudiantiles de San Marcos escriben encendidos artículos a favor de la reforma universitaria. La Razón se ha transformado en el órgano antigubernamental más importante del país.

Paralelamente, se movilizan los estudiantes. La reforma penetra en la fosilizada Universidad de San Marcos, en lucha contra el anacronismo educativo. Haya de la Torre es su dirigente. Los vientos de fronda de los universitarios argentinos soplan sobre Lima en la voz del profesor Alfredo Palacios. Mariátegui pone las páginas de La Razón al servicio de los reformistas. Obreros y estudiantes encuentran en el nuevo diario su mejor vehículo de propaganda. Juntos abren la marcha combativa. Unidos pelearán en adelante.

Queda lejos para Mariátegui la tertulia frívola, decadentista del Palais Concert. Es ya un escritor del pueblo e instaura un periodismo nuevo, en el fondo y en la forma. Como él mismo narró, desde 1918, nauseado de política criolla me orienté resueltamente hacia el socialismo, rompiendo con mis primeros tanteos de literato aficionado de decadentismo y bizantinismo finiseculares, en pleno apogeo.

La oligarquía pasa a la ofensiva. La represión llega a las calles y a las imprentas. La Razón puede subsistir durante tres meses, del 14 de mayo al 8 de agosto de 1919. Arrastra el tambaleante régimen de Pardo. El Arzobispado limeño, obsecuente con Augusto E. Leguía, de nuevo en la presidencia tras un golpe de Estado, también le cierra los talleres gráficos. El oncenio leguiísta (1919-1930), el más largó gobierno republicano, comienza dictando orden de detención contra Mariátegui y Falcón.

Como protesta contra la censura del Arzobispo, la columna editorial de La Razón aparece en blanco. Años más tarde, El Sol, de Madrid, utilizará el mismo método bajo la dictadura de Primo de Rivera. Su texto, una crítica al gobierno de Leguía y a su régimen, llamado de la Patria Nueva, es distribuido en volantes. Tan sólo unos días transcurren y Mariátegui y Falcón anuncian en la prensa el fin de La Razón. Clausurando La Razón Leguía decapita la prensa opositora.

Días después de su orden de detención, el 8 de octubre, Mariátegui y Falcón son becados como corresponsales de prensa, el primero para viajar a Italia y el segundo a España. Durante tres años Mariátegui podrá viajar por varios países de Europa. Al desembarcar en Francia se enteró de la muerte trágica de Valdelomar, ocurrida el 2 de noviembre de 1919, al tener un accidente en Ayacucho.

Europa: aprendizaje y experiencia

Finalizada la guerra imperialista, el 8 de octubre de 1919 Mariátegui llega a París, donde no pierde el tiempo: visita museos y exposiciones (Louvre, Rodin), asiste a conciertos (Bach, Beethoven, Falla, Debussy, Stravinsky), o va a la Comedie para oir a Corneille, Racine o Molière. Concita su atención el teatro moderno: Todas las inquietudes, los contrastes y los problemas de la historia contemporánea se reproducen en el mundo del teatro. Es así como adquiere ese conocimiento del arte que se aprecia en sus crónicas y que aflora en toda su obra.

También se pone en contacto con los medios proletarios e intelectuales. Concurre a los debates parlamentarios y a los mítines de Belleville, donde están los últimos supervivientes de la Comuna. El rotativo comunista L'Humanité, fundado por Jean Jaurés, le arranca, un admirable artículo sobre el dirigente socialista, asesinado por un fanático nacionalista en vísperas de la primera guerra imperialista: La más alta, la más noble, la más digna figura de la Troisième Republique... El asesinato de Jaurés cerró un capítulo de la historia del socialismo francés. El socialismo democrático y parlamentario perdió entonces a su gran líder. La guerra y la crisis posbélica vinieron más tarde a invalidar y a desacreditar el método parlamentario. Toda una época, toda una fase del socialismo concluyó con Jaurés.

Pero sobre todo un personaje despierta su admiración: Henri Barbusse. Hacia él endereza sus pasos. Tras la sangrienta carnicería imperialista, la voz del autor de El fuego, vibrante y ardorosa, llama a todos los escritores del mundo a formar la Internacional del Pensamiento y, con Anatole France y un núcleo reducido de intelectuales, levanta el grupo Clarté y la revista del mismo nombre, cuya influencia se siente en América Latina.

Conversando con Armando Bazán, recordaba Máríátegui cómo había llegado hasta Barbusse: Una de las obras que más me impresionaron en mi época de intelectual puro es ‘El infierno’. Las voces y las imágenes que se agitan en ese libro son difíciles de olvidar. Se quedan pegadas a la conciencia de uno en forma extraña por la veracidad del gesto y del acento. Barbusse era, pues, uno de mis ídolos cuando salí del Perú, y abrigaba la remota esperanza de conocerle personalmente. Grande fue mi alegría cuando, al salir del hotel donde vivía, en el boulevard Saint Michel, vi la vidriera de una librería atestada de frescos ejemplares de Le feu (El fuego). Compré el libro inmediatamente, y su lectura me causó una de las más hondas emociones de mi vida. Algunos meses después pude ver a Barbusse en las oficinas de Clarté, con el objeto de hacerle un reportaje. Por desgracia, mi francés, muy deficiente por esos días, no me permitió entenderle como es debido. El reportaje no fue gran cosa y se quedó sin publicar.

Es el primer tramo en la senda que lo conduce al comunismo. Luego explicaría Mariátegui que ésta era la trayectoria fatal de Clarté. No es posible entregarse a medias a la Revolución. La Revolución es una obra política. Es una realización concreta. Lejos de la muchedumbre que la hace nadie puede servirla eficaz y válidamente. La labor revolucionaria no puede ser aislada, individual, dispersa. Los intelectuales de verdadera filiación revolucionaria no tienen más remedio que aceptar un puesto en una acción colectiva.

Una profunda amistad -aparte de la identificación política- se anuda entre ambos escritores por encima de la distancia. Como epitafio en el mausoleo del esclarecido ensayista peruano, en el cementerio de Lima, están grabadas las siguientes palabras de Barbusse: ¿Ustedes no saben quién es Mariátegui? Es una nueva luz de América, un especimen nuevo del hombre americano.

La dimensión humana de otro excepcional personaje de la Francia histórica, Romain Rolland, atrae también a Mariátegui. Del creador de Juan Cristóbal y vidas heroicas y su influencia en la juventud latinoamericana de la segunda década del siglo hablaría en 1926: Su voz es la más noble vibración del alma europea contemporánea... Pertenece a la estirpe de Goethe, de quien desciende ese patrimonio continental que inspiró y animó su protesta contra la guerra. Su obra traduce emociones universales.

Mariátegui residió pocos meses en París. La humedad, los grises impertérritos de su cielo afectan a su precaria salud. Partió en busca de sol, de un clima que revitalizara su débil organismo. Italia es la próxima estación.

Al amparo de la luz mediterránea se recupera físicamente. Camina entre los milenarios monumentos. Se interna en sus templos y museos. Toca las huellas de la Roma cesárea y del luminoso movimiento renacentista. Un regocijo inusitado llena su espíritu. Pero la vocación intelectual de Mariátegui es ya inseparable de su proclividad política. Se ha desprendido de prejuicios y taras individualistas. Desde los días de la Nueva Época y La Razón se proyecta hacia el socialismo. No pierde de vista, pues, la escena pública de la península. Percibe el advenimiento en suelo italiano del fascismo.

El viajero ve desfilar las primeras hordas con la camisa negra. Observa a Mussolini reclamar el poder, ascender al gobierno, mientras sus mercenarios conquistan Roma. Los gobiernos de la Entente le conceden a Italia una mezquina parte del botín ganado en la guerra imperialista. Los obreros ocupan las fábricas. Los desmovilizados regresan a sus aldeas y villorios y demandan la tierra. Las huelgas se extienden y paralizan la producción. Es la guerra civil.

La burguesía se atemoriza. Arma, nutre y estimula al fascismo. Y lo empuja a la persecución del socialismo, a la destrucción del movimiento sindical y cooperativo, a la liquidación implacable de las insurrecciones y las huelgas.

Por su parte, los socialistas, victoriosos en las elecciones, dueños del parlamento, se baten en retirada. Inepcia y cobardía los tipifica. Sus principales dirigentes traicionan escandalosamente, como los dirigentes liberales. Pocos de éstos -diría Mariátegui- rehusaron enrolarse en el séquito del Duce. Así la mayoría de los intelectuales: Unos se uncieron sin reservas a su carro y a su fortuna; otros, le dieron un consenso pasivo; otros, los más prudentes, le concedieron una neutralidad benévola. La inteligencia gusta de dejarse poseer por la fuerza. Sobre todo cuando la fuerza es, como en caso del fascismo, militarista y aventurera. Mariátegui constata que los adversarios del fascismo, socialistas o demócratas, son incapaces de arrostrar la nueva situación. Carecen del ímpetu y la aguerrida disciplina de los fascistas.

Entretanto Mariátegui remite a El Tiempo sus Cartas de Italia. A veces resucita algunos de sus antiguos seudónimos: Juan Croniqueur o Jack. Son temas sugerentes los que trata: Benedetto Croce y el Dante; Humo blanco, habemus papam; La paz interna y el fascismo; El Partido y la Tercera Internacional. Su carnet y sus recientes relaciones le permiten asistir al Congreso de Livorno donde nace el Partido Comunista, de notable influencia en la formación marxista de Mariátegui.

Incursiona entonces por los predios de la novela y escribe su fascinante relato Siegried y el profesor Canella, basado en un episodio que domina la atención de periódicos y lectores italianos.

En Florencia conoce a Ana Chiappe, de 17 años, que sería la compañera cabal en su existencia, y en Roma nace su primogénito Sandro.

Traba amistad con el filósofo Croce y algunas de sus concepciones sobre la historia inspiran a Mariátegui. Un espíritu afín encuentra en el marxista italiano Antonio Gramsci, que ofrenda su vida en una prisión fascista a la sazón también en el surco filosófico croceano.

No se detiene por más tiempo en Italia, donde ha permanecido durante dos años y medio. Arranca con su compañera y el pequeño Sandro rumbo a Alemania. Los acompaña César Falcón, recién llegado de España.

En Berlín era la época dorada de la socialdemocracia, mediocre y traidora. Los adalides del emergente movimiento comunista habían sido decapitados en 1919: Rosa Luxemburgo, Carlos Liebknecht, Levine, Jogiches... La heroica juventud espartaquista había sido barrida. Sus verdugos son los dirigentes socialdemócratas al servicio de los monopolistas, atados a los poderosos terratenientes.

La combatividad de la clase obrera, sin embargo, es ostensible a cada paso. La derrota de la revolución no amengua su capacidad de lucha y las filas comunistas se fortalecen en la pelea cotidiana. La burguesía, asustada, adopta una postura beligerante; crea cuerpos mercenarios de tipo fascista, que practican el asesinato político, y propicia y alimenta económicamente organizaciones secretas como la Cónsul, para perseguir a los judíos, a la propia socialdemocracia y a los partidos de izquierda.

Se incuba el nazismo, que hace acto de presencia, por primera vez, en el frustrado putsch de Munich. Se dan la mano allí la vieja casta militarista, con el general Ludendorff a la cabeza, y el cabo Adolfo Hitler, con el naciente partido nazi.

El afán de saber es en Mariátegui como una obsesión. Como en otras ciudades europeas, en Berlín concurre a museos, centros de enseñanza, hospitales, teatros. Se entera de que Máximo Gorki está en un sanatorio, y allá acude para entrevistarle. En 1928, en páginas imperecederas, se refiere a la entrevista con el insigne novelista ruso:

Máximo Gorki convalecía en Saarow Oat de las jornadas la Revolución Rusa. Yo me preguntaba, mientras caminaba de la estación al Nuevo Sanatorio, cómo podía trabajar en este pueblo de convalecencia infantil, albo y lacteado, un rudo vagabundo de la estepa. Saarow Oat no es un pueblo sino un sanatorio. Un sanatorio encantado, con bosques, jardines, lagunas, chalets, tiendas, un café, gente sana y un ambiente sedante, esterilizado, higiénico. Las excitaciones están rigurosamente proscritas. El crepúsculo -espectáculo sentimental y voluptuoso- severamente prohibido. La población parece administrada por una nurse, la naturaleza tiene un delantal blanco y no ha proferido jamás una mala palabra. ¿Qué podía escribir Gorki en esta aldea industrial, bacteriológicamente pura, de cuento de Navidad? Fue la primera cosa que le pregunté, después de estrechar su mano huraña. Gorki había escrito en Saarow Oat el relato de su infancia. Estaba contando a los hombres su historia. Quería contar la de otros hombres. Todos sus recuerdos eran matinales. La serie de sus grandes novelas realistas estaba interrumpida. Ahora acabo de leer Los Artamonov, siento que Gorki no podía volver a escribir así bajo los tilos y los pinos del Nuevo Sanatorio. Saarow Oat: en cada convalecencia me visitan tus imágenes.
Tras seis meses tiene que volver a Perú. Quisiera, eso sí, visitar la URSS. Las circunstancias no son propicias. Su hijo Sandro estaba enfermo y escaseaba el dinero. Retorna sin ver el país de sus ensueños. Sale de Hamburgo en febrero de 1923 en el vapor Negada. Treinta y cuatro días después, el 20 de marzo, arriba a Perú.

A su regreso redacta un balance de la experiencia europea: Nos habíamos entregado sin reservas, hasta la última célula, con un ansia subconsciente de evasión, a Europa, a su existencia, a su tragedia. Y descubríamos al final, sobre todo, nuestra propia tragedia, la del Perú, la de Hispanoamérica. El itinerario de Europa había sido para nosotros el mejor y más tremendo descubrimiento de América.

Halla una Lima convulsa. La dictadura de Leguía y el Arzobispado, hermanados, pretenden consagrar Perú al Corazón de Jesús. Contra tan absurdo propósito se alzan trabajadores y estudiantes. Mariátegui no participa en la campaña. La considera una lucha liberalizante y sin sentido revolucionario. Pero la jornada del 23 de mayo de 1923 es abonada con la sangre del estudiante Manuel Alarcón Vidal y el obrero Salomón Ponce. Desbarata la maniobra politiquera de Leguía y queda como un hito histórico de la alianza obrero-estudiantil.

Mariátegui capta rápidamente la importancia de la lucha y se apresura a colaborar con Haya de la Torre, su dirigente, quien le presenta a las Universidades Populares González Prada y a la Federación Estudiantil. Cuatro años más tarde escribió en Siete ensayos:

El 23 de mayo reveló el alcance social e ideológico del acercamiento de las vanguardias estudiantiles a las clases trabajadoras. En esa fecha tuvo su bautizo histórico la nueva generación que, con la colaboración de circunstancias excepcionalmente favorables, entró a jugar un rol en el desarrollo mismo de nuestra historia, elevando su acción del plano de las inquietudes estudiantiles al de las reivindicaciones colectivas o sociales.

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