La I Internacional

Sumario:

→ El Manifiesto de los Sesenta
→ Encuentro en Londres
→ El Llamamiento internacional
→ La elaboración de los Estatutos
→ La Conferencia de Londres
→ Los cambios en la situación internacional
→ El Congreso de Ginebra
→ Los siguientes Congresos
→ Primeras escaramuzas del bakuninismo
→ La guerra franco-prusiana
→ La Comuna de París
→ La Conferencia de Londres
→ La expulsión de los bakuninistas

El Manifiesto de los Sesenta

En la década de los sesenta del siglo XIX, mientras el capitalismo se restablecía de la crisis de 1857-1858, otra crisis sin precedentes acechaba, especialmente en la industria algodonera. Se produjeron varios acontecimientos muy importantes.

El primero fue la guerra civil en Estados Unidos por la cuestión de la abolición de la esclavitud, que tuvo consecuencias inesperadas en todo el mundo capitalista. Los Estados sudistas tenían casi monopolizada la producción del algodón, y abastecían a la industria algodonera de todo el mundo. Europa se vio pronto privada de esta materia prima y ocasionó un considerable encarecimiento en la industria textil. Ciertamente, los grandes capitalistas sufrieron menos que los restantes, pero los pequeños y medianos se apresuraron a cerrar sus empresas. Centenares de miles de obreros europeos se encontraron de este modo reducidos a la miseria.

Los gobiernos se limitaron a dar miserables limosnas. Los obreros ingleses organizaron el socorro. La iniciativa la tomó el consejo londinense de los sindicatos. Se constituyó un comité especial. Lo mismo ocurrió en Francia, donde este comité fue dirigido por los representantes del grupo que había organizado la elección de la delegación obrera a la exposición de Londres. Se establecieron relaciones entre ambos comités. De este modo, los obreros ingleses y franceses tuvieron una nueva prueba de los estrechos lazos de interés que existían entre los obreros de diferentes países. La guerra civil en Estados Unidos provocó de este modo una violenta revolución en la vida económica de Europa y golpeó por igual a los obreros ingleses, franceses, alemanes e incluso a los obreros rusos. Este es el motivo de que, en el prólogo al primer tomo de El capital, Marx escribiera que la guerra de Secesión en el siglo XIX hizo sonar el clarín para la clase obrera, exactamente igual que la guerra de la Independencia de Estados Unidos había sido el clarín para la burguesía francesa de antes de la revolución.

Se produjo entonces otro acontecimiento que interesaba también a los obreros de los diferentes países. La servidumbre acababa de ser abolida en Rusia. Fue necesario realizar una serie de reformas en las restantes ramas de la administración y de la vida económica. Al mismo tiempo, el movimiento revolucionario se reforzaba y planteaba reivindicaciones más radicales. Las regiones fronterizas, comprendida Polonia, entraban en un período de agitación. El gobierno zarista aprovechó la ocasión para acabar de un solo golpe con la sedición exterior e interior. Provocó la insurrección de Polonia y, al mismo tiempo fomentó el patriotismo panruso y reprimió con saña la insurrección polaca.

En Europa occidental, donde el zarismo ruso era odiado por todos, la insurrección polaca provocó vivas simpatías. Diferentes gobiernos, entre otros los gobiernos francés e inglés, dejaron en entera libertad de acción a los defensores de los polacos insurrectos, intentando de este modo dar salida al descontento acumulado entre los obreros. En Francia se organizan una serie de asambleas, así como un comité en cuya dirección estaban Tolain y a Perrachon. En Inglaterra, Cremer y Odger, por los obreros, y el profesor Beesly, por los intelectuales radicales, tomaron la dirección del movimiento en favor de los polacos.

En abril de 1863 convocan en Londres un inmenso mitin presidido por el doctor Beesly y en el cual Cremer pronuncia un discurso en defensa de los polacos. La asamblea adopta una resolución en la cual decide que los obreros franceses e ingleses presionarán sobre sus respectivos gobiernos para conseguir su intervención en favor de Polonia. También deciden organizar un mitin internacional el 22 de julio de 1863 que tuvo lugar en Londres bajo la presidencia de Beesly. Odger y Bremer, en nombre de los obreros ingleses, y Tolain, en nombre de los franceses, tomaron la palabra. Todos demostraron la necesidad de restaurar la independencia de Polonia. Fue el único tema de sus discursos.

Pero al día siguiente se convocó una reunión organizada por el Consejo londinense de los sindicatos, esta vez sin la participación de burgueses. Odger defendió la necesidad de una unión más estrecha entre los obreros ingleses y los del continente. La cuestión estaba planteada en la práctica. Los obreros ingleses sufrían la competencia de los obreros franceses, belgas, y, en particular, de los alemanes. En esta época, la panadería, que ya se encontraba en manos de las grandes empresas, estaba servida prácticamente por obreros alemanes. Numerosos franceses trabajaban en la construcción, en la industria del mueble y en las industrias artísticas. Por este motivo, los sindicalistas ingleses intentaban influir sobre los obreros extranjeros que llegaban a Inglaterra. El modo más fácil de conseguirlo era a través de organizaciones que unieran a los obreros de las distintas nacionalidades.

Se decidió que los obreros ingleses enviarían un mensaje a los franceses. Pero pasaron casi tres meses antes de que este mensaje, escrito principalmente por Odger, se sometiera a la ratificación de los sindicalistas de Londres. La rebelión polaca había sido reprimida con inusitada ferocidad por el gobierno zarista, pero el mensaje casi no se refiere a ello:

La fraternidad de los pueblos es extremadamente necesaria para los obreros. Dado que cada vez que intentamos mejorar nuestra situación por medio de la reducción de la jornada de trabajo o el aumento de salarios, los capitalistas nos amenazan con contratar a obreros franceses, belgas o alemanes que realizarán nuestro trabajo por un salario inferior. Por desgracia, esta amenaza a veces se lleva a cabo. Ciertamente, la falta no es de nuestros camaradas del continente, sino exclusivamente de la falta de unión regular entre los asalariados de los diferentes países. Sin embargo, es de esperar que pronto finalice esta situación, pues nuestros esfuerzos para conseguir situar a los obreros mal pagados al mismo nivel de los que reciben sueldos más elevados pronto impedirán a los empresarios que se sirvan de una parte de nosotros contra otra parte con el fin de rebajar nuestro nivel de vida, conforme a su espíritu mercantil.
El mensaje fue traducido al francés por el profesor Beesly y no fue enviado a París hasta noviembre de 1863. En París sirvió como base de agitación en los talleres. Pero la respuesta de los obreros franceses se demoró mucho tiempo. En aquel momento se preparaban en París elecciones legislativas que debían tener lugar en marzo de 1864. Con este motivo, un grupo de obreros, entre los que se encontraban Tolain y Perrachon, se habían planteado si debían los obreros presentar sus propios candidatos o limitarse a apoyar a los candidatos burgueses radicales. En otras palabras, si había que separarse de la oposición burguesa e intervenir con una plataforma especial, o ir a remolque de los partidos burgueses. Esta cuestión fue ampliamente discutida a finales de 1863 y comienzos de 1864.

Resolvieron intervenir separadamente y presentar la candidatura de Tolain, un proudhonista de derecha, obrero grabador que en 1871 fue diputado durante la II República y con la Comuna de París se pasó a la reacción y fue expulsado de la Internacional. Al mismo tiempo decidieron exponer los motivos de esta escisión con la burguesía a través de una plataforma especial que, dado el número de los firmantes, recibió el nombre de Manifiesto de los Sesenta.

En su crítica del régimen burgués, este Manifiesto está en la línea del proudhonismo pero, al mismo tiempo, se separa claramente de él en su programa político, preconizando la formación de una organización política independiente de los obreros, y solicita que se proponga la candidatura de los obreros al Parlamento con el fin de poder defender allí los intereses del proletariado.

Proudhon aprobó entusiásticamente este Manifiesto de los Sesenta, escribiendo sobre él un libro titulado Capacidades políticas de la clase obrera, que se encuentra entre sus mejores obras. Trabajó en él los últimos meses de su vida, pero murió antes de que fuera publicado. Ahí Proudhon reconocía la necesidad para los obreros a disponer de una organización de clase independiente. Aprueba el nuevo programa de los obreros de París, en el cual ve la mejor prueba de la capacidad política de la clase obrera. Aunque mantiene su antigua opinión sobre las huelgas y sobre las asociaciones de ayuda mutua, su libro recuerda su primera obra sobre la propiedad, por su crítica de la sociedad burguesa. Se convirtió en uno de los libros preferidos de los obreros franceses, de modo que, cuando se habla de la influencia del proudhonismo en la época de la I Internacional, no hay que olvidar que se trataba del proudhonismo tal como se había presentado tras la publicación del Manifiesto de los Sesenta.

Encuentro en Londres

Transcurrió casi un año antes de que los obreros de París llevaran a cabo una respuesta al mensaje londinense. Se eligió una delegación especial para llevarlo a Londres y, para recibir a esta delegación, se organizó una asamblea el 28 de septiembre de 1864 en la sala Saint-Martin, en el centro de la ciudad. Presidía Beesly. La sala estaba llena. Primeramente, Odger leyó el mensaje de los obreros ingleses. El mensaje de los franceses fue leído por Tolain. Entre otras cosas, declaraba:
Progreso universal, división del trabajo, libertad de comercio, he aquí los tres factores que deben fijar nuestra atención, dado que son capaces de transformar radicalmente la vida económica de la sociedad. Obligados por la fuerza de las cosas y por las necesidades de este tiempo, los capitalistas han formado poderosas uniones financieras e industriales. Si no adoptamos medidas de defensa seremos aplastados despiadadamente. Nosotros, obreros de todos los países, debernos unirnos y oponer una barrera infranqueable al orden de cosas existente, que amenaza con dividir a la humanidad en una masa de hombres hambrientos y furiosos, por una parte, y, por la otra, en una oligarquía de reyes de las finanzas y magnates satisfechos. Ayudémonos los unos a los otros para lograr nuestro objetivo.
Los obreros franceses habían llevado incluso un proyecto de asociación. En Londres debía formarse una comisión central compuesta por representantes de todos los países, y, en las principales ciudades de Europa, subcomisiones relacionadas con esta comisión central, que sometería a su examen todas las cuestiones. El organismo central debía establecer el resultado de la discusión. Para la determinación definitiva de la forma de la organización, se convocaría un congreso internacional en Bélgica.

Marx no tomó intervino en la preparación de esta reunión. La jornada del 28 de septiembre de 1864 se debió a los propios obreros. Sin embargo, en ese día memorable, asistió a la asamblea porque Cremer le invitó a participar con la siguiente nota:

Al señor Marx: Señor, el Comité de organización del mitin os ruega respetuosamente que asistáis a él. Presentando esta nota podréis entrar en la sala en que, a las siete y media, se reunirá el Comité. Vuestro servidor, Cremer.
Es significativo que Cremer invitara a Marx y no a otros muchos emigrados residentes en Londres, que mantenían relaciones más estrechas con los franceses e ingleses. Marx fue elegido para el Comité de la futura organización internacional a causa del papel que desempeñaba la sociedad obrera alemana, cuyos locales se encontraban en Londres como lugar de reunión de obreros de distintas nacionalidades. Esta sociedad adquirió mayor importancia cuando los propios obreros ingleses comprendieron que era necesario unirse con los alemanes para paliar las consecuencias de la concurrencia con los inmigrantes. De ahí las estrechas relaciones personales con los miembros de la antigua Liga de los Comunistas: Eccarius, Lessner y Pfender. Los dos primeros eran sastres; el tercero, pintor-yesero, trabajaba en la construcción. Todos ellos participaban activamente en el movimiento obrero londinense y conocían a los organizadores del Consejo de Londres de los sindicatos. A través suyo, Cremer y Odger conocieron a Marx, quien, en los momentos de su polémica con Vogt, había renovado sus relaciones con la sociedad obrera alemana.

Marx, por tanto, fue uno de los fundadores de la I Internacional y pronto se convirtió en su principal dirigente ideológico. El Comité elegido en la asamblea del 26 de septiembre no había recibido ninguna directriz. No poseía ni programa, ni estatutos, ni siquiera nombre. En Londres existía ya una sociedad internacional, la Liga general, que acogió al Comité. En las actas de la primera asamblea de este Comité figuran los nombres de los representantes de esta Liga, que no eran más que respetables burgueses. No propusieron en ningún momento al nuevo Comité el fundar una nueva organización. Algunos de ellos hablaban de fundar una nueva asociación internacional en la cual podrían entrar no solamente los obreros, sino todos cuantos desearan una unión internacional o la mejora de la situación política y económica de la clase trabajadora. Pero a instancias de dos obreros, Eccarius y Vitlock, antiguo cartista este último, se decidió llamar a la nueva organización Asociación Internacional de Trabajadores. Esta propuesta fue apoyada por los ingleses, entre los que se encontraban numerosos cartistas, miembros de la antigua Sociedad obrera, cuna del partido cartista.

El nombre dado a la nueva sociedad internacional determinó inmediatamente su carácter. Apartó de ella inmediatamente a los burgueses que presidían la Liga General. El Comité fue invitado a buscar otro local. Consiguió encontrar una pequeña habitación no lejos de la sociedad obrera alemana, en el barrio donde vivían los obreros emigrantes.

El Llamamiento internacional

A partir del momento en que la sociedad recibió su nombre, se comenzó la redacción del Programa y los Estatutos. Se presentaron diferentes proyectos porque el Comité se encontraba formado por elementos muy dispares.

En primer lugar estaban los ingleses, quienes, a su vez, se encontraban divididos en numerosos grupos: sindicalistas, antiguos cartistas y antiguos owenistas. Estaban los franceses, muy poco avezados en las cuestiones económicas, pero especialistas en el arte revolucionario. Había también italianos, muy influyentes entonces porque estaban dirigidos por un hombre muy popular entre los ingleses, el viejo revolucionario Mazzini, republicano ardiente y, al mismo tiempo, hombre religioso. Había emigrados polacos, para los cuales la cuestión polaca ocupaba el primer plano. Los emigrados alemanes eran antiguos miembros de la Liga de los Comunistas: Eccarius Lessner, Lochner, Pfender y, finalmente, Marx. Finalmente, los italianos expusieron un proyecto levantado casi sobre el mismo modelo que el francés.

En la subcomisión en la que participaba, Marx defendió sus tesis y, al final, le encargaron presentar su proyecto al Comité. En la cuarta sesión -era el 1 de noviembre de 1864-, fue adoptado por aplastante mayoría el proyecto de Marx con algunas modificaciones insignificantes.

Fue redactado sin caer en compromisos como él mismo dice en una carta dirigida a Engels, tuve que introducir en los Estatutos y en el programa algunas palabras como derecho, moralidad o justicia, pero insertándolas de modo que no pudieran ser perjudiciales. Pero no radica aquí el secreto del éxito de Marx en una asamblea tan heterogénea, logrando aprobar casi por unanimidad su tesis. El secreto de su éxito reside en el extraordinario talento (como lo reconoce incluso Bakunin) que desplegó en la redacción del Llamamiento fundacional de la Internacional. En la misma carta a Engels, Marx afirma que era extremadamente difícil exponer las opiniones comunistas de manera que fueran aceptables al movimiento obrero de entonces. Era imposible emplear el lenguaje revolucionario del Manifiesto Comunista. Había que esforzarse por ser agresivo en el fondo pero moderado en la forma. Marx llevó a cabo con brillantez este trabajo.

El Llamamiento fue escrito 17 años después del Manifiesto Comunista. Eran del mismo autor, pero las épocas en las cuales habían sido escritos y las organizaciones para las cuales habían sido redactados diferían profundamente. El Manifiesto Comunista había sido redactado en nombre de un pequeño grupo de revolucionarios para un movimiento obrero todavía muy joven. Pero ya entonces los comunistas subrayaban que no planteaban ningún principio revolucionario con la intención de imponerlo al movimiento obrero, que únicamente se esforzaban en sacar a la luz, en el interior de este movimiento, los intereses generales del proletariado de todos los países, independientemente de la nacionalidad.

En 1864 el movimiento obrero había crecido considerablemente, había adquirido un carácter de masas, pero desde el punto de vista del desarrollo de la conciencia de clase, estaba atrasado con respecto a la pequeña vanguardia revolucionaria de 1848. El nuevo estado mayor de este movimiento, en cuyo nombre escribía entonces Marx, estaba igualmente retrasado con respecto a aquella vanguardia. Había que escribir el nuevo manifiesto teniendo en cuenta el nivel de desarrollo del movimiento obrero y de sus dirigentes, sin renunciar, al mismo tiempo, a ninguna de las tesis fundamentales del Manifiesto Comunista.

Marx, en su nuevo manifiesto, formuló las reivindicaciones alrededor de las cuales debían unirse las masas obreras, y sobre cuya base podía seguir desarrollándose la conciencia de clase. Las reivindicaciones de clase directas del proletariado formuladas por Marx llevaban de un modo lógico a las reivindicaciones más avanzadas del Manifiesto Comunista.

Desde todos estos aspectos, Marx poseía una inmensa superioridad sobre Mazzini, sobre los revolucionarios franceses o sobre los sindicalistas ingleses que presidían el Comité de la Internacional. Durante estos 17 años había realizado un ímprobo trabajo teórico, verdaderamente descomunal. En esta época ya había terminado el borrador de su gigantesca obra, El Capital, y se ocupaba de corregir el primer tomo. Era la única persona en todo el mundo que había estudiado con tanta profundidad la situación de la clase obrera, y que había comprendido los mecanismos internos de la explotación capitalista.

En toda Inglaterra no había una sola persona que se hubiera tomado la molestia de estudiar como él todos los informes de los inspectores de fábricas, así como los trabajos de las comisiones parlamentarias que describían la situación de las distintas ramas de la industria, y las diferentes categorías del proletariado. Marx estaba mucho más enterado de estas cuestiones que los propios obreros del Comité. Los panaderos que lo integraban conocían perfectamente la situación de su oficio, los zapateros conocían la industria del calzado, los carpinteros y yeseros estaban al corriente de la situación de los obreros de la construcción, pero únicamente Marx conocía a fondo la cuestión de las categorías más diversas de la clase obrera y sabía ligarla a las leyes generales de la producción capitalista.

El talento de Marx como agitador se manifiesta en la propia composición de aquel manifiesto. Al igual que en el Manifiesto Comunista, había partido del hecho fundamental de todo el desarrollo histórico, la lucha de clases; del mismo modo, en el nuevo manifiesto no comienza con frases generales, ni con temas elevados, sino por los hechos que caracterizan la situación de la clase obrera:

Un hecho de extraordinaria importancia: desde 1848 a 1864 no ha disminuido la miseria de la clase obrera y, sin embargo, si tenemos en cuenta el desarrollo de la industria y del comercio, este período carece de precedentes en la historia.
Marx demuestra que, aunque en Gran Bretaña el comercio se hubiera triplicado desde 1843, nueve de cada diez hombres se ven obligados a luchar desesperadamente con el solo fin de asegurar su subsistencia. Demuestra también que la inmensa mayoría de la clase obrera se alimenta insuficientemente, degenera, es pasto de enfermedades, mientras que las clases poseedoras incrementan monstruosamente sus riquezas. deduce de todo ello que, a pesar de las aseveraciones de los economistas burgueses, ni el perfeccionamiento de la maquinaria, ni la aplicación de la ciencia a la industria, ni el descubrimiento de nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni la libertad del comercio pueden suprimir los males de la clase obrera. Por tanto, en tanto el régimen social permanezca sobre sus antiguas bases, cualquier nuevo desarrollo de las fuerzas productivas no hará más que agrandar el abismo que divide actualmente a las distintas clases, y hará aún más patente todavía el antagonismo que existe entre ellas.

Tras indicar los motivos que contribuyeron a la derrota de la clase obrera en 1848, y que provocaron la apatía que caracteriza al período de 1849 a 1889, Marx expone las conquistas realizadas por los obreros durante este período. En primer lugar, la ley sobre la jornada laboral de diez horas. A pesar de todas las aseveraciones de los satélites del capital, la reducción de la jornada de trabajo obrero, lejos de hacer menor el rendimiento del trabajo, lo aumentó. Esta ley, además, supuso el triunfo del principio de la intervención del Estado en el campo de las relaciones económicas frente al antiguo principio de la libertad de competencia. Y concluye, como en el Manifiesto Comunista, que la clase obrera necesita someter la producción al control y dirección de toda la sociedad, dado que una producción social concebida de este modo es el principio fundamental de la economía política de la clase obrera. Así pues, la ley de la jornada de diez horas no sólo fue un éxito práctico sino que marcó la victoria de la economía política de la clase obrera sobre la economía política de la burguesía.

Otra conquista está representada por las cooperativas fundadas por iniciativa de los obreros. Pero, difiriendo de Lassalle, que consideraba las asociaciones de producción como punto de partida para la transformación de toda la sociedad, Marx no sobrevalora su importancia práctica. Por el contrario, solamente las promueve para demostrar a las masas obreras que la gran producción dirigida con métodos científicos puede desarrollarse sin los capitalistas; que los medios de producción no deben ser propiedad de ningún individuo, ni transformarse en instrumento de violencia y esclavitud; que el asalariado, como el esclavo, no es algo eterno, sino un estado transitorio, una forma inferior de la producción, que debe dejar su puesto a la producción social. Una vez extraídas estas conclusiones, Marx indica que, en tanto estas asociaciones de producción estén limitadas a un pequeño círculo de obreros, no serán capaces de mejorar ni siquiera un poco la situación de la clase obrera.

La producción cooperativa debe extenderse a todo el país. Planteando de este modo la tarea de la transformación de la producción capitalista en producción socialista, Marx señala inmediatamente que esta transformación será combatida por todos los medios por las clases dominantes, que los capitalistas aprovecharán su poder político para defender sus privilegios económicos. Por esta razón, el primer deber de la clase obrera consiste en conquistar el poder político; para ello es necesario organizar en todas partes partidos obreros. Los obreros poseen un factor de éxito: su masa, su número. Pero esta masa no es fuerte mientras no sea compacta, mientras no se oriente en una misma dirección. Sin una profunda cohesión, sin solidaridad, sin ayuda mutua en la lucha por su emancipación, sin una organización nacional e internacional, los obreros están condenados a la derrota. Guiándose por estas consideraciones, añade Marx, los obreros de los distintos países han resuelto fundar la Asociación Internacional de Trabajadores.

Con asombroso arte, bajo una forma moderada, Marx extrajo de la situación efectiva de la clase obrera todas las deducciones fundamentales del Manifiesto Comunista: organización de clase del proletariado, derrocamiento del dominio de la burguesía, conquista del poder político por el proletariado, supresión del trabajo asalariado, nacionalización de todos los medios de producción.

Pero Marx -y de este modo finaliza el Llamamiento fundacional- sitúa en primer plano otra tarea política de primordial importancia. La clase obrera no debe limitarse a la estrecha esfera de la política nacional. Debe seguir atentamente todas las cuestiones de política internacional. Si el éxito de la liberación de la clase obrera depende de la solidaridad de los obreros de todos los países, la clase obrera no puede cumplir su misión si las clases que dirigen la política exterior aprovechan los prejuicios nacionales para enfrentar unos contra otros a los obreros de los diferentes países, derramar en guerras de rapiña la sangre del pueblo. Por ello, es hora de que los obreros aprendan a conocer todos los secretos de la política internacional. Deben vigilar la diplomacia de sus respectivos gobiernos y, en caso de que fuera necesario, resistir por todos los medios y unirse en unánime protesta contra los criminales manejos de los gobiernos. Ha llegado el momento de acabar con este estado de cosas donde el engaño, la expoliación, el robo son autorizados como método normal en las relaciones entre los pueblos; es decir, donde son violadas todas las reglas consideradas como obligatorias en las relaciones entre las personas privadas.

La elaboración de los Estatutos

El Llamamiento fundacional sólo pretendía explicar cuáles eran los motivos que habían incitado a los obreros reunidos en asamblea el 28 de septiembre de 1864 a fundar la Internacional. Pero todavía no era más que un programa, una introducción, una proclama solemne anunciando al mundo entero -como lo indica su título- que se había fundado una nueva unión internacional, la Asociación Internacional de los Trabajadores. Era todavía más importante, y mucho más difícil, redactar los Estatutos de la Internacional. Fueron escritos igualmente por Marx, componiéndose de dos partes: la de los principios y la de carácter organizativo. Marx consiguió con no menor éxito superar esta segunda tarea: formular las tareas generales del movimiento obrero en los diferentes países:
Considerando: Que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los propios trabajadores, que los esfuerzos de los trabajadores por su emancipación no deben tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes;

Que el sometimiento del trabajador al capital es la fuente de toda servidumbre: política, moral y material;

Que, por este motivo, la emancipación económica de los trabajadores es la gran meta, a la cual debe estar subordinado, en cuanto medio, todo movimiento político;

Que todos los esfuerzos realizados hasta el presente han fracasado, por la falta de solidaridad entre los obreros de las distintas profesiones en cada país, y por la falta de una unión fraternal entre los trabajadores de los diversos países;

Que la emancipación de los trabajadores no es un problema simplemente local o nacional, sino que, por el contrario, este problema interesa a todas las naciones civilizadas, estando su solución subordinada necesariamente a su concurso teórico y práctico;

Que el movimiento, que tiene lugar entre los obreros de los países más industriales de Europa, al tiempo que hace nacer nuevas esperanzas, origina una solemne advertencia para no caer en los viejos errores, y aconseja combinar todos los esfuerzos todavía encerrados.

Luego a lo largo de la historia muchos partidos obreros repitieron textualmente las tesis formuladas por Marx en los Estatutos de la I Internacional.

Pero los miembros del Comité provisional de la Internacional no interpretaban del mismo modo algunas de estas tesis. Los ingleses, alemanes y franceses reconocían todos que la emancipación de la clase obrera debía ser obra de los propios trabajadores, pero cada uno de ellos lo comprendía a su manera. Los sindicalistas y los miembros de las antiguas organizaciones inglesas veían en esta tesis una protesta contra la tutela permanente de la burguesía y una afirmación de la necesidad de la organización obrera independiente. Los franceses, que en aquel momento se encontraban en malas relaciones con los intelectuales, estimaban que esta tesis les alertaba contra los intelectuales traidores, que los obreros no necesitaban su ayuda. Probablemente, sólo los alemanes, miembros de la antigua Liga de los Comunistas, comprendían las consecuencias que se deducían de esta tesis: si sólo la clase obrera se encuentra en condiciones de llevar a cabo su liberación, toda coalición con la burguesía está en evidente contradicción con este principio. Y se subrayaba que no se trataba de la liberación de tal o cual grupo de obreros, sino de la clase obrera, que, por consiguiente, era necesaria una organización de clase del proletariado. De la tesis que muestra que la causa esencial de la explotación es la propiedad privada de los medios de producción en manos de los capitalistas, se deduce que es necesario suprimir la propiedad privada. Y esta deducción se encontraba subrayada, además, por la exposición de la necesidad de suprimir todo dominio de clase, lo que es imposible sin la supresión de la división de la sociedad en clases.

Los Estatutos no dicen expresamente, como el Llamamiento fundacional, que el proletariado, para conseguir esta meta, debe adueñarse del poder político, pero formulan esta tesis con otras palabras. Afirman que la emancipación económica de la clase obrera es la gran meta a cuya consecución todo movimiento político debe estar subordinado en tanto que medio.

Como esta tesis provocó inmediatamente después la violenta reacción de los anarquistas en el seno de la Internacional, será necesario detenerse en ella.

La gran meta del movimiento obrero es la emancipación económica de la clase obrera, que únicamente se puede alcanzar con la expropiación de los medios de producción y la supresión de todo dominio de clase. Pero, ¿de qué modo se puede alcanzar esta meta? ¿Es necesario evitar la lucha política, como proponían los anarquistas? No, responde la tesis, tal como fue formulada por Marx. La lucha política de la clase obrera es tan necesaria como la lucha económica. Es necesaria una organización política, el movimiento político de la clase obrera debe desarrollarse necesariamente. Ahora bien, esta lucha no es un fin en sí misma, como en el caso de la democracia burguesa, o en el caso de los intelectuales radicales, que ponen en primer término la modificación de las formas políticas, la instauración de la república, pero que no quieren ni oir hablar de la tarea fundamental. Por esta razón, Marx subraya que, para la clase obrera, el movimiento político no es más que un medio para alcanzar su meta, que se trata de un movimiento subordinado. Ciertamente, esta fórmula no era tan neta como la del Manifiesto comunista, o incluso la del Llamamiento fundacional, donde se decía que la conquista del poder político se había convertido en la principal obligación de la clase obrera.

Para los miembros ingleses de la Internacional, la fórmula de Marx era ciertamente inequívoca. Los Estatutos estaban escritos en inglés, y Marx había empleado una terminología familiar a los antiguos cartistas y owenistas miembros del Comité. Los cartistas luchaban contra los owenistas, que se limitaban a reconocer la gran meta, y no querían ni oir hablar de la lucha política. Cuando los cartistas redactaron su carta con los seis célebres puntos, los owenistas les habían reprochado olvidarse completamente del socialismo. Los cartistas, por su parte, subrayaban que tampoco para ellos la lucha política era la meta principal. Y empleaban exactamente la misma fórmula que Marx veinte años más tarde. Para los owenistas la lucha política no es más que un medio y no un fin en sí misma. Por consiguiente, la fórmula de Marx no suscitaba ninguna duda en el seno del Comité. Sólo algunos años más tarde, cuando comenzaron las discusiones con los bakuninistas sobre la cuestión de la lucha política, este punto se convirtió en la manzana de la discordia. Los bakuninistas sostenían que, originalmente, las palabras en cuanto medio no se encontraban en los Estatutos, que Marx las había introducido más tarde, con el fin de pasar así de contrabando sus tesis. Y, en efecto, si se rechazaban las palabras en cuanto medio, este punto adquiere un sentido completamente diferente.

Ahora bien, en el texto francés, estas palabras precisamente se habían omitido produciéndose un malentendido que hubiera sido fácilmente disipable, pero que, en medio de la lucha ideológica, condujo a los anarquistas a acusar a Marx de falsificar los Estatutos. El texto francés decía:

La emancipación económica de los trabajadores es la gran meta a la cual debe quedar subordinado todo movimiento político.
Dice Riazanov que la supresión se hizo para no atraer la atención de la policía francesa, que vigilaba cuidadosamente todo movimiento político entre los obreros y consideraba a los internacionalistas franceses, no como políticos, sino como economicistas. Así eran también considerados por los blanquistas que, en cuanto políticos, no se recataban en atacar a quienes para ellos no eran más que vulgares economicistas. Pero puede que sobre la traducción también influyeran los proudhonistas franceses, a quienes tampoco gustaban las batallas políticas.

En cualquier caso, la traducción francesa, desnaturalizada de este modo, se imprimió en la Suiza de lengua francesa y, desde allí, repartida por los países en que se empleaba más el francés, es decir, en Italia, España y Bélgica. En el primer Congreso internacional que ratificó los Estatutos, cada nación aceptó los puntos de los Estatutos según la traducción porque la Internacional carecía de fondos para imprimir sus textos en tres idiomas. El texto inglés con el Llamamiento fundacional, no ocupaba más que una hoja de imprenta y sólo fue impreso en una edición de mil ejemplares, que, por otra parte, se agotó con gran rapidez. Guillaume, un anarquista de los más encarnecidos adversarios de Marx, al que le acusa de falsificación, asegura en su historia de la Internacional, que sólo en 1905 pudo ver, por vez primera, el texto inglés con las palabras en cuanto medio. Si hubiera querido, hubiera podido convencerse fácilmente con anterioridad de que Marx no era un falsificador, pero su actitud no hubiera cambiado.

En los Estatutos existía un punto contra el que no protestaban los anarquistas, pero que, desde el punto de vista marxista, suscita dudas.

Para lograr el acuerdo entre los elementos heterogéneos que formaban el Comité, Marx se había visto obligado a realizar algunas concesiones. Estas concesiones no se presentaban en el Llamamiento fundacional, sino en los Estatutos. Los anarquistas afirman aún hoy que Marx manejaba los hilos del Consejo General de manera omnímoda, pero los hechos -y precisamente estas concesiones- demuestran todo lo contrario, que Marx trataba de aglutinar a un movimiento amplio, a las distintas corrientes y que para ello estaba dispuesto a ceder en aspectos importantes de sus tesis más avanzadas. Dijo Engels en una carta:

En nuestra Asociación tenemos hombres de todo género: comunistas, proudhonistas, unionistas, tradeunionistas, cooperadores, bakuninistas, etc., e incluso en nuestro Consejo General hay hombres de opiniones bastante diferentes.

En el momento en que la Asociación se convirtiera en una secta, estaría perdida. Nuestra fuerza reside en la amplitud con que interpretamos el artículo primero de los Estatutos.

Tras haber expuesto los principios en base a los cuales los miembros del Comité elegidos por la asamblea del 28 de septiembre de 1864 habían resuelto fundar la Asociación Internacional de Trabajadores, Marx continúa:
El Congreso declara [...] que esta asociación internacional, así como todas las sociedades e individuos que se adhieran a ella, reconocerán que la base de su conducta respecto a todos los hombres debe ser: la Verdad, la Justicia, la Moral, sin distinción de color, creencia o nacionalidad.

El Congreso considera como un deber reclamar no solamente para los miembros de la Asociación, sino para cualquiera que cumpla con sus obligaciones, los derechos del hombre y del ciudadano. No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes.

El propio Marx escribía sobre este tema a Engels: Todas mis propuestas han sido aceptadas por la subcomisión. Únicamente se me ha obligado a insertar en la introducción de los Estatutos dos o tres frases con las palabras obligación, derecho, verdad, moral y justicia, pero todo ello queda dispuesto de modo que no entorpece en nada al sentido general.

En efecto, no hay en ello nada particularmente equívoco. Se puede hablar de verdad, de justicia, de moral, a condición de tener en cuenta que ni la verdad, ni la justicia, ni la moral son algo eterno e inmutable, algo absoluto, independiente de las condiciones sociales. Marx no niega ni la verdad, ni la justicia, ni la moral; demuestra únicamente que el desarrollo de estos conceptos se encuentra determinado por el desarrollo histórico y que cada clase les atribuye un sentido diferente.

Lo que hubiera sido criticable es que Marx se hubiera visto obligado a repetir la declaración de los socialistas ingleses y franceses, a probar que es necesario realizar el socialismo porque la verdad, la justicia y la moral lo exigen, y no que, como lo ha expuesto en el Llamamiento fundacional, es inevitable y se desprende lógicamente de las propias condiciones creadas por el capitalismo, de la situación que ocupa la clase obrera. Tal como habían sido dispuestas por Marx, estas palabras no eran más que la constatación del hecho de que los miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores se comprometen a guiarse en sus relaciones mutuas sobre la base de la verdad, de la justicia y de la moral, es decir, a no traicionarse unos a otros, a no traicionar a su clase, a no engañarse mutuamente, a actuar como camaradas. Estas ideas, que para los utopistas eran los principios, el fundamento de las reivindicaciones del socialismo, se convierten en Marx en reglas de conducta para una organización proletaria.

Pero, en el punto que examinamos, se dice que estos principios deben ser la base de las relaciones de los miembros de la Internacional entre ellos y con todos los hombres, independientemente de su raza, su religión o su nacionalidad. Esto no dejaba de ser racional. En aquella época la guerra civil hacía estragos en Estados Unidos; poco antes, la insurrección polaca había sido aplastada definitivamente; las tropas zaristas completaban la conquista del Cáucaso; en una serie de Estados, las persecuciones de carácter religioso estaban en su apogeo; incluso sólo hacia 1858 en Inglaterra los judíos habían obtenido sus derechos políticos y, en los restantes países europeos, no gozaban todavía del régimen ciudadano. La propia burguesía no había realizado aún sus eternos principios de moral y justicia respecto a los miembros de su propia clase en su propio país, y los violaba sin contemplaciones cuando se trataba de otro país o de otra nacionalidad.

El segundo punto sobre los derechos y deberes suscita muchas más objeciones. Impone, no se sabe por qué, a cada miembro de la Asociación la obligación de obtener los derechos del hombre y del ciudadano. No sólo para él mismo, ciertamente, sino también para los demás. Pero este añadido no le da un sentido más claro. A pesar de toda su diplomacia, Marx, en ese caso, se ve obligado a efectuar una gran concesión a los representantes de los emigrados revolucionarios franceses miembros del Comité.

La revolución francesa proclamó los derechos del hombre y del ciudadano en 1789. En su lucha contra la nobleza y el absolutismo, que se habían apropiado de todos los privilegios y no habían dejado a los demás más que las obligaciones, la burguesía revolucionaria había reclamado la igualdad, la fraternidad y la libertad, así como el reconocimiento para todo hombre y ciudadano de una serie de derechos intangibles, entre los cuales el derecho de propiedad era frecuentemente violado por la aristocracia y el poder real en detrimento del tercer estado.

A esta declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, los jacobinos no aportaron más que algunas enmiendas que dejaron intacto el punto referente a la propiedad individual, pero que radicalizaron en gran medida la declaración desde el punto de vista político, al consagrar en ella el derecho del pueblo a la insurrección y al subrayar en ella la fraternidad entre todos los pueblos. En esta forma es conocida bajo el nombre de Declaración de los derechos de 1973, convirtiéndose en programa de los revolucionarios franceses a partir de 1830.

Los seguidores de Mazzini insistían en que fuera adoptado su programa. En su célebre libro De las obligaciones del hombre, que traducido al inglés era muy popular entre los obreros ingleses, Mazzini, conforme a su lema Dios y el pueblo, y al contrario que los materialistas franceses con su Declaración de los derechos del hombre, fundados en la razón y la naturaleza, ponía como fundamento de su ética idealista la concepción del deber, de las obligaciones del hombre, que le habían sido impuestas por Dios.

Así se comprende la fórmula de Marx: No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos. Obligado a introducir en su documento la reivindicación de la Declaración de los derechos del hombre, aprovechó la diferencia entre los franceses y los italianos para subrayar en su fórmula la diferencia de esta reivindicación con la antigua reivindicación de la burguesía. El proletariado reclama también derechos para él mismo, pero, desde el comienzo, declara que no reconoce derechos al individuo sin deberes con respecto a la sociedad.

Cuando, años más tarde, fueron revisado los Estatutos, Marx propuso eliminar únicamente las palabras en las cuales se hablaba de la Declaración de los derechos humanos. En cuanto a la tesis: No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos, subsistió y fue introducida posteriormente en el programa de Erfurt, modificada del siguiente modo: Derechos iguales y deberes iguales.

Los Estatutos decían:

Se ha creado una asociación para conseguir un punto central de comunicación y de cooperación entre los obreros de diferentes países que aspiran al mismo fin, a saber: el apoyo mutuo, el progreso y la completa liberación de la clase obrera.

El nombre de esta asociación será Asociación Internacional de Trabajadores.

En 1865 será convocado en Bélgica un congreso internacional obrero integrado por representantes de todas las sociedades obreras que se adhieran a la Internacional. El congreso deberá proclamar ante toda Europa las reivindicaciones generales de la clase obrera, aceptar bajo su forma definitiva los Estatutos de la Asociación, examinar los medios necesarios para el éxito de su acción y nombrar un Consejo central.

El congreso se reunirá anualmente.

El Consejo central reside en Londres y se compone de obreros de diferentes países representados en la Asociación Internacional. Elige en su seno los funcionarios necesarios para la gestión de los asuntos: un presidente, un tesorero, un secretario general, secretarios especiales para las relaciones con los diferentes países.

Cada año, el Consejo central rendirá al congreso un informe sobre su actuación durante el año. Nombrado por el congreso tiene el derecho de cooptación. En casos extraordinarios, podrá convocar al congreso antes de que haya transcurrido el plazo de un año.

El Consejo central establecerá relaciones con las diferentes asociaciones obreras, de tal modo que los obreros de cada país se encuentren constantemente al corriente de los movimientos de su clase en los demás países; que se realice simultáneamente y con un mismo espíritu una encuesta sobre la situación social; que las cuestiones propuestas por una sociedad y cuya discusión sea de interés general sean examinadas por todas, y que cuando una idea práctica o una dificultad internacional reclame la acción de la Asociación, ésta pueda actuar de un modo uniforme. Cuando le parezca necesario, el Consejo Central tomará la iniciativa de las propuestas a someter a las sociedades locales o nacionales.

Puesto que el éxito del movimiento obrero no puede asegurarse en cada país más que por la fuerza resultante de la unión y de la asociación; que, por otra parte, la utilidad del Consejo central depende de sus relaciones con las sociedades obreras, bien sean nacionales o locales, los miembros de la Asociación Internacional deberán realizar todos sus esfuerzos, cada uno en su país, para reunir en una asociación nacional a las diversas sociedades obreras existentes.

Los principios fundamentales de los Estatutos fueron inmediatamente ratificados por el Congreso. Una de las principales modificaciones que fueron introducidas fue la supresión, a propuesta de Marx, de la función de presidente del Consejo central, que posteriormente fue denominado Consejo general. La experiencia de la Unión obrera general alemana, fundada por Lassalle, había mostrado los inconvenientes de este cargo totalmente inútil. El Consejo general elegía un presidente para dirigir la asamblea, mientras que, para la solución de los problemas cotidianos, los secretarios de los diferentes países se reunían con el secretario general.

Los Estatutos de la Internacional fueron posteriormente utilizados en numerosas ocasiones en el movimiento obrero internacional. Las modificaciones introducidas en los Estatutos durante ocho años no modificaron sustancialmente sus rasgos fundamentales. Únicamente hacia el final de la Internacional los poderes del Consejo General se habían incrementado.

La Conferencia de Londres

La tarea esencial del Consejo provisional era la convocatoria del Congreso internacional. Este punto fue muy debatido. Marx insistía en que se realizaran previamente trabajos preparatorios con el fin de dar tiempo a los diferentes países para conocer las tareas de la Internacional y organizarse en alguna medida. Los ingleses, por el contrario, poniendo en primer plano los intereses de su movimiento sindical, insistían en que el congreso fuera convocado lo más rápidamente posible. Tenían como aliados a los emigrantes franceses que ocupaban cargos en el Consejo central.

La discusión terminó con un acuerdo de compromiso. En 1865 no se convocaría un congreso, sino una conferencia, que tuvo lugar en Londres. Se leyeron principalmente diversos informes, y se elaboró el orden del día del futuro Congreso. Suiza, Inglaterra, Bélgica y Francia estuvieron representadas en la conferencia. La situación no era brillante. Se decidió convocar el Congreso en mayo de 1866.

En Alemania, donde ya existía la Unión obrera general, los asuntos también marchaban mal. Lassalle había muerto en duelo el 30 de agosto de 1864, y, conforme a los Estatutos de la Unión, había sido reemplazado en la presidencia por Bernard Becker, persona muy poco capaz. Mucho mayor era la influencia de Schweitzer, redactor del órgano central de la Unión, El Socialdemócrata. Entre este último y W. Liebknecht, que formaba parte de la redacción, surgieron profundas divergencias sobre cuestiones de política interior. Marx y Engels, que habían aceptado colaborar en el periódico, renunciaron públicamente a seguir colaborando. La táctica de Lassalle presentaba fallos considerables y se permitía procedimientos inadmisibles en sus relaciones con el gobierno reaccionario. Schweitzer fue todavía más lejos. Insertó en su periódico una serie de artículos condescendientes respecto a Bismark. Liebknecht, viejo revolucionario, no podía adaptarse a estas condiciones, y lanzó contra Schweitzer a sus amigos y maestros. De este modo, Schweitzer se vio obligado a separarse de Liebknecht, a cuyo lado se habían colocado Marx y Engels. El partido de Schweitzer fue denominado entonces por los antiguos militantes clandestinos, partido bismarckiano.

En el momento en que se reunía la Conferencia de Londres, los amigos de Marx en Alemania no poseían ya ningún órgano y estaban tratando de crear su propia organización. En cuanto a los seguidores de Lassalle, no querían, en esta época, ni oir hablar de la Internacional. El resultado de esta escisión fue que, durante los primeros años, los alemanes no participaron en la Internacional, salvo a través de los antiguos emigrados que residían en Inglaterra y en Suiza.

Los informes de la Conferencia de Londres mostraban que las finanzas de la Internacional se encontraban en un estado lamentable. A lo largo de todo el año, sólo habían recaudado unos 750 francos. Todas las operaciones de tesorería, todos los gastos durante este año sumaban alrededor de 33 libras esterlinas. Con tal cantidad era difícil plantearse realizar cosas de importancia. Apenas se tenía para pagar el local y responder a los gastos urgentes.

Las discusiones sobre el orden del día resucitaron las divergencias de puntos de vista que habían surgido ya entre los franceses establecidos en Londres y aquellos que representaban a la organización del interior. Estos últimos, en esta época, no querían plantear la cuestión de la independencia de Polonia porque se trataba de un asunto puramente político. En el lado opuesto, los emigrados franceses, apoyados por algunos ingleses, insistían en que se inscribiera en el orden del día un punto sobre la religión, y exigían una lucha implacable contra la superstición religiosa. Marx se pronunció en contra de esta propuesta. Consideraba que, dado el bajo nivel ideológico del movimiento obrero y la debilidad de la ligazón entre los obreros de los diferentes países, colocar este punto en el orden del día del primer congreso sólo podía conducir a conflictos inútiles. Pero quedó en minoría.

Los cambios en la situación internacional

Transcurrió aún un año antes de que fuera convocado el primer Congreso, que fue necesario posponer de nuevo hasta septiembre de 1866. Durante este tiempo se produjeron una serie de acontecimientos importantes.

En Inglaterra fue un año de una lucha política intensa. Los sindicalistas, dirigidos por los obreros que formaban parte del Consejo central, bajo la dirección de la Internacional, llevaban a cabo una dura lucha por la ampliación del derecho electoral. Marx centraba sus esfuerzos en impedir que los obreros ingleses repitieran sus antiguos errores conduciendo esta lucha de un modo independiente, sin entrar en una coalición con los radicales. Pero, a comienzos de 1866, reapareció la táctica que tan frecuentemente había dañado al movimiento obrero inglés en la época del cartismo, y que aún le hacía tanto mal. Se habían propuesto como meta conquistar el sufragio universal, pero los dirigentes obreros, en parte por razones financieras, se pusieron de acuerdo con el sector más radical de la burguesía democrática, que también reivindicaba el sufragio universal. Se organizó un Comité común para dirigir la lucha. Comprendía personas como el profesor Beesly, demócratas sinceros, pero también representantes de profesiones liberales, abogados y jueces, representantes de la pequeña y media burguesía, y, en particular, de la burguesía comercial, que, desde el comienzo, se mostraba inclinada al compromiso. La lucha se llevó a cabo al modo inglés. Se organizaron mítines y manifestaciones. En junio de 1866, Londres fue testigo de una manifestación grandiosa, como nunca se había visto, incluso en los tiempos del cartismo. Bajo la presión de las masas reunidas en Hyde Park, a donde se había dirigido la manifestación y donde habían tenido lugar una serie de mítines, las verjas del parque cedieron. El Gobierno comprendió entonces que había llegado el momento de hacer concesiones.

Tras la revolución de julio había habido igualmente en Inglaterra un amplio movimiento en favor de la reforma electoral, pero sólo había servido para llegar a un compromiso. Los obreros fueron engañados y únicamente la burguesía industrial había obtenido el derecho de voto. Del mismo modo que entonces, viendo que la efervescencia entre los obreros crecía y que estaba obligado a ceder, el Gobierno propuso una nueva ampliación del derecho electoral, que debía concederse a todos los obreros de las ciudades. Se propuso a los obreros el siguiente compromiso, que fue inmediatamente aceptado por los miembros burgueses del Comité de reforma electoral: se concedía el derecho de voto a todos los obreros que habitaran en una vivienda (aunque fuera de una sola pieza) por la que se pagara un alquiler mínimo. De ese modo, el derecho de voto era concedido a casi todos los obreros urbanos, con excepción de aquellos que vivían en pensiones, que eran bastante numerosos; por el contrario, todos los obreros rurales seguían privados del derecho de sufragio. El autor de esta hábil maniobra, en la que consintieron los reformistas burgueses, quienes comprometieron a los obreros a aceptar esta concesión, fue el jefe de los conservadores ingleses, Disraeli. Se les hizo ver a los obreros que, tras la elección del nuevo Parlamento, podrían reclamar una nueva ampliación del derecho de sufragio.

En Alemania, en 1885-1886, se produjeron acontecimientos no menos importantes. Tenía lugar una dura pugna entre Prusia y Austria por alcanzar la hegemonía en Alemania. Bismarck se había propuesto rechazar definitivamente a Austria de la Confederación germánica, convirtiendo a Prusia en la espina dorsal de Alemania, incluso sin las provincias alemanas que se encontraban en poder de Austria. El litigio entre Austria y Prusia terminó en guerra. En dos o tres semanas, Prusia, que no desdeñó aliarse con Italia contra un Estado alemán, venció a Austria y se anexionó una serie de pequeños Estados que se habían aliado a esta última. Austria fue separada definitivamente de la Confederación germánica. Se organizó una Unión de Alemania septentrional, a cuya cabeza se encontraba Prusia. Para ganarse las simpatías de los obreros y de la gente pobre, Bismarck introdujo el sufragio universal.

En Francia, Napoleón III también se había visto obligado a efectuar algunas concesiones. Se derogaron algunos artículos del código penal dirigidos contra las asociaciones obreras. La persecución contra las organizaciones de carácter económico, particularmente contra las cooperativas y las sociedades de socorro mutuo, se relajó. Entre los obreros se reforzó una corriente moderada que se esforzaba por utilizar las posibilidades legales. Por otra parte, se desarrollaban las organizaciones blanquistas, empeñados en una cabo una violenta polémica contra los internacionalistas, a los cuales acusaban de renunciar a la lucha revolucionaria y de compadrear con el gobierno bonapartista.

En Suiza, tanto en la parte de lengua francesa, como en la alemana o en la italiana, los obreros estaban ocupados en sus asuntos locales y sólo los emigrados y los extranjeros se interesaban por la Internacional. La sección alemana que editaba la revista El Precursor, dirigida por Becker, jugaba entonces el papel de órgano central en el extranjero para aquellos obreros alemanes que se habían separado del lassallismo y se habían adherido a la Internacional.

El Congreso de Ginebra

El Congreso se reunió en Ginebra en septiembre de 1866, cuando Prusia había vencido ya a Austria y los obreros ingleses parecía que habían conseguido una gran victoria política sobre la burguesía. Comenzó con un escándalo; habían llegado de Francia, además de los proudhonistas, blanquistas que pretendían participar en los trabajos del Congreso. Casi todos eran estudiantes muy revolucionarios y, entre ellos, el futuro comisario de Justicia de la Comuna de París, Protot. Aunque carecían de ninguna credencial, metían más ruido que todos los demás. Al final se les expulsó sin contemplaciones.

Cuando finalmente se consiguió iniciar los trabajos, la batalla principal se desarrolló entre los proudhonianos y la delegación del Consejo General, compuesta por Eccarius y obreros ingleses. Marx ni pudo ni quiso asistir; no hubiera podido asistir porque estaba ocupado en la redacción definitiva del primer tomo de El capital, enfermo y estrechamente vigilado por policías franceses y alemanes; sólo con muchas dificultades hubiera podido efectuar el viaje. Tenía muchos temores acerca del Congreso, pero quedó satisfecho de los resultados alcanzados. Escribió para la delegación una informe muy detallado sobre todos los puntos del orden del día: Lo limité intencionadamente a los puntos que hacen posible un acuerdo inmediato para la acción conjunta de los obreros, escribió en una carta a Kugelmann. Era imprescindible abrir la Internacional a todas las corrientes del movimiento obrero, en aquel momento aún incipiente.

Los delegados franceses también presentaron un informe detallado, que era una exposición de las ideas económicas de Proudhon. Denunciaron el trabajo de la mujer, declarando que la propia naturaleza le había fijado su lugar en la casa, que la mujer debía ocuparse de su familia y no trabajar en una fábrica. Rechazaban las huelgas y los sindicatos, defendían el cooperativismo, y particularmente la organización de los intercambios sobre las bases del mutualismo. La condición básica para ello era, en su opinión, concluir acuerdos entre las diferentes cooperativas y la organización del crédito gratuito. Insistían incluso en que el congreso ratificara la organización del crédito internacional, pero sólo consiguieron sacar a flote una resolución que recomendaba a todas las secciones de la Internacional que se ocuparan del estudio de la cuestión del crédito y de la unificación de todas las sociedades obreras de crédito. También se opusieron a la limitación legal de la jornada de trabajo.

Fueron combatidos por los delegados londinenses y alemanes. En cada punto del orden día, estos últimos proponían como resolución un párrafo apropiado del informe de Marx, que ponía en primer plano todas las reivindicaciones de la clase obrera. Este informe pedía que la Internacional consagrara toda su actividad a la agrupación de los esfuerzos dispersos de la clase obrera. Era necesario crear una alianza que permitiera a los obreros de los diferentes países no sólo sentir su fraternidad de combate, sino también de actuar como luchadores de un ejército liberador único. Era necesario organizar la solidaridad internacional en las huelgas, impedir que se reemplazara a los obreros de un país con obreros extranjeros.

Una de las tareas principales que preconizaba Marx era el estudio metódico, científico, de la situación de la clase obrera en todos los países, que debía emprenderse por iniciativa propia de los obreros. Todos los materiales que se reunieran deberían ser enviados al Consejo general, el cual los elaboraría. Marx indicaba en sus grandes rasgos las cuestiones fundamentales sobre las que debía tratar esta encuesta obrera.

La cuestión de los sindicatos levantó vivos debates. Los franceses criticaban las huelgas y toda organización de resistencia contra los capitalistas. Sólo en la cooperación veían la salvación de los obreros. Los delegados londinenses les proponían, en forma de resolución, la parte del informe de Marx sobre los sindicatos. Fue adoptada por el Congreso, pero provocó los mismos malentendidos que las restantes decisiones de la I Internacional. Durante mucho tiempo no fue conocido el texto exacto; los alemanes sólo lo conocían por una traducción insuficiente de Becker en El Precursor; la traducción francesa era aún peor. La resolución repetía, bajo una formulación aún más clara, cuanto Marx había dicho en la Miseria de la filosofía y en el Manifiesto Comunista sobre los sindicatos, núcleo fundamental de la organización de clase del proletariado. Además, indicaba las tareas del momento para los sindicatos, y los defectos en que caen fatalmente cuando se transforman en organizaciones economicistas.

En la lucha entre el capital y los asalariados, éstos se encuentran en condiciones muy desventajosas porque el capital es una fuerza social concentrada en las manos de un capitalista, mientras que el obrero sólo dispone de su fuerza de trabajo individual. Por este motivo no puede existir un contrato libre entre el capitalista y el obrero. Cuando los proudhonianos hablaban de un contrato libre y justo, mostraban simplemente que no comprendían el mecanismo de la explotación capitalista. El contrato entre el capital y el trabajo no se puede concluir en condiciones justas, incluso desde el punto de vista de una sociedad que sitúa la propiedad de los medios materiales de vida y de trabajo en una parte, y la energía productiva viva en otra. Tras cada capitalista se encuentra la fuerza de la sociedad. A esta fuerza, los obreros no pueden oponer más que su número, la fuerza social de que disponen. Pero la fuerza del número, de la masa, se reduce al mínimo por la división de los obreros, creada y mantenida por la inevitable concurrencia entre los mismos. Para suprimirla nacieron los sindicatos. Su tarea inmediata se limitó, en los momentos iniciales, a las necesidades diarias; buscaron los medios para frenar los abusos continuos del capital; en una palabra, se ocuparon de las cuestiones del salario y de la jornada de trabajo del obrero. A pesar de las afirmaciones de los proudhonianos, esto era imprescindible.

Pero los sindicatos juegan además otro papel no menos importante, que los proudhonianos de 1866 eran incapaces de comprender, lo mismo que su maestro en 1847. Inconscientemente, los sindicatos han sido y son todavía centros de organización para la clase obrera para la supresión del propio régimen de asalariado. Inicialmente los sindicatos, absorbidos por su lucha local y directa contra el capital, no comprendieron la fuerza de su acción dirigida contra el sistema de esclavitud asalariada. Por ello se mantuvieron separados de los movimientos políticos.

Marx indicó los primeros síntomas de que entonces los sindicatos comenzaban a comprender su misión histórica. Entre estos síntomas cita la participación de los sindicatos ingleses en la lucha por el sufragio universal, la resolución que adoptaron en su conferencia de Sheffield, en la que recomendaban a todos los sindicatos su adhesión a la Internacional.

En definitiva, Marx, que hasta entonces había polemizado principalmente contra los proudhonianos, se vuelve contra los sindicalistas estrechos, que querían limitar las tareas de los sindicatos a las cuestiones del salario y de la jornada laboral. Los sindicatos debían además actuar como centros organizadores de la clase obrera para su total emancipación; debían secundar todo movimiento social y político con este fin. Considerándose como los representantes de la clase obrera, debían atraer a sus filas a todos los obreros, velar por sus intereses, mostrar al mundo entero que sus aspiraciones no eran limitadas y que pretendían la liberación de millones de oprimidos de todo el mundo.

Los debates sobre la cuestión sindical en el congreso de Ginebra presentaron un gran interés. Los delegados londinenses defendieron muy inteligentemente sus posturas. Para ellos, la resolución no era más que una consecuencia del amplio informe de Marx que, por desgracia, eran los únicos que lo conocían. En efecto, cuando el Consejo general examinó las cuestiones que debían ser planteadas en el orden del día del futuro Congreso, habían surgido profundas divergencias entre las opiniones de los distintos miembros. Por este motivo, Marx había leído al Consejo general un informe detallado en el subrayaba la importancia de los sindicatos en el régimen de producción capitalista. Aprovechó la ocasión para exponer de una forma asequible, su teoría del valor y de la plusvalía, para explicarles la interdependencia entre el salario, el beneficio y el precio de las mercancías. Las actas de estas sesiones del Consejo general impresionan aún hoy por su seriedad y su profundidad, dignas de una sociedad científica. Toda la autoridad, todas las adquisiciones de esta nueva ciencia económica marxista eran puestas al servicio de la clase obrera.

Los delegados londinenses también defendieron con habilidad la resolución de Marx sobre la jornada de ocho horas. Al contrario que los franceses, demostraron con Marx que la condición previa, sin la cual toda tentativa de mejora y liberación de la clase obrera seguiría siendo infructuosa, es la limitación legal de la jornada obrera. Era necesario restaurar la energía de los obreros y asegurarles un desarrollo intelectual, de solidaridad y actividad política. De acuerdo con la propuesta del Consejo General, el Congreso fijó en ocho horas el límite legal de la jornada de trabajo. Como esta limitación era una reivindicación de los obreros de Estados Unidos, el Congreso hizo de ella la plataforma general de la clase obrera de todo el mundo. El trabajo nocturno no se permitiría más que en casos excepcionales en ciertas ramas de la producción, o en ciertas profesiones determinadas estrictamente por la ley. Pero debería tenderse a la supresión total del trabajo nocturno.

En su informe, Marx no examinaba en detalle la cuestión del trabajo de la mujer. Había considerado suficiente decir que el apartado sobre la reducción de la jornada de trabajo se refería a todos los obreros, tanto hombres como mujeres. Sin embargo, había especificado que estas últimas no debían ser empleadas en ningún tipo de trabajo nocturno, que no podrían verse obligadas a realizar un trabajo perjudicial a su organismo, ni ejercer un oficio que exigiera el manejo de sustancias venenosas o perjudiciales a la salud. Sin embargo, como la mayoría de los franceses y los suizos se oponían categóricamente al trabajo de la mujer, el Congreso declaró que era mejor prohibir el trabajo de la mujer, pero que allí donde se efectuara era necesario reducirlo a los límites indicados por Marx.

Por el contrario, las tesis de Marx sobre el trabajo de los niños fueron adoptadas íntegramente, sin ninguna enmienda proudhoniana. Se decía en ellas que la tendencia de la industria contemporánea a que los adolescentes de ambos sexos colaboren en el trabajo de producción social era progresista, aunque bajo el dominio del capital, se transforme en una horrible plaga. En una sociedad racionalmente organizada, según Marx, todo niño, a partir de los nueve años de edad, debía ser un trabajador productivo. Del mismo modo, ningún adulto en buen estado de salud podía librarse del cumplimiento de esta ley de la naturaleza: trabajar para tener la posibilidad de comer, y trabajar no sólo intelectualmente, sino también físicamente. En este sentido, Marx propone todo un programa de combinación del trabajo físico con el trabajo intelectual, el desarrollo politécnico que haga conocer a los niños las bases científicas de los procesos de producción.

En su informe, Marx abordó igualmente la cuestión de la cooperación y aprovechó este punto no sólo para criticar las divisiones existentes entre los cooperativistas puros, sino también para subrayar la condición esencial para el éxito del movimiento cooperativo. Como en el Llamamiento fundacional, dio un lugar preferente a las cooperativas de producción, y no a las de consumo: Pero no es de las cooperativas, cualesquiera que fueran -añade- de donde se puede esperar la supresión del régimen capitalista. Para esto, eran necesarios cambios profundos que se extendieran a toda la sociedad que sólo son posibles por intermedio de una fuerza social organizada, el poder estatal, que debe pasar de las manos de los capitalistas y de los propietarios de las tierras a los de la clase obrera. También en este punto, Marx proclama la necesidad de la conquista del poder político por la clase obrera.

El proyecto de Estatutos fue aprobado sin ninguna modificación. La tentativa de los franceses (quienes habían planteado ya esta cuestión en la Conferencia de Londres) de considerar como obrero únicamente a las personas ocupadas en un trabajo físico, y de excluir por consiguiente a los representantes del trabajo intelectual, fue fuertemente combatida. Los delegados ingleses declararon que si se aceptaba la propuesta de los franceses sería necesario comenzar excluyendo al propio Marx, que tanto había hecho por la Internacional.

El Congreso de Ginebra jugó un papel importante como instrumento de propaganda. Todas sus resoluciones formulando las reivindicaciones primordiales de la clase obrera, que habían sido escritas casi exclusivamente por Marx, entraron en el programa mínimo práctico de todos los partidos obreros. El Congreso tuvo un eco inmenso en todos los países, dio un fuerte impulso al desarrollo del movimiento obrero internacional, adquiriendo la Internacional una rápida popularidad. Atrajo la atención de algunas organizaciones burguesas, entre ellas la bakuninista, que intentaron aprovecharse de ella para sus propios fines.

Los siguientes Congresos

En el siguiente Congreso, celebrado en Lausana (Suiza), se planteó la cuestión de la participación de la Liga de la paz y la libertad, una organización burguesa pacifista radicada en Ginebra de la que Bakunin formaba parte. Triunfaron los partidarios de la participación. Sólo en el siguiente Congreso, en Bruselas, triunfó el punto de vista del Consejo General y se propuso a la Liga que se adhiriera a la Internacional, y a sus miembros que se afiliaran a la sección de la Internacional de su país.

Marx tampoco participó en estos dos Congresos. El Congreso de Lausana no había terminado aún cuando apareció el primer tomo de El Capital. El Congreso siguiente, celebrado en Bruselas en 1868, adoptó, a propuesta de la delegación alemana, una resolución que recomendaba a los obreros de todos los países el estudio de El Capital. Esta resolución subrayaba el inmenso mérito de Marx: era el primer economista que ha sometido al capital a un análisis detallado, reduciéndolo a sus elementos fundamentales.

En el congreso de Bruselas se examinó, entre otras, la cuestión de la influencia de las máquinas sobre la situación de la clase obrera, así como los temas de las huelgas y la propiedad agraria. Las resoluciones adoptadas representaban más o menos compromisos; pero, sin embargo, por vez primera, el punto de vista del socialismo o, como se decía entonces, del colectivismo, triunfó contra los franceses. Se reconoció la necesidad de socializar los medios de transporte y de comunicación, así como el suelo. Pero esta resolución no fue adoptada en su forma definitiva hasta el siguiente congreso, celebrado en Basilea en 1869.

La cuestión política capital que ocupó a la Internacional tras el congreso de Lausana fue la de la guerra y los medios a emplear para combatirla. La guerra de 1866, que se había terminado con la victoria de Prusia sobre Austria, había hecho nacer en Europa la opinión de que esta guerra debía conducir fatalmente, en un futuro próximo, a otra guerra entre Francia y Prusia. Un 1867, las relaciones entre ambos países comenzaron a ser cada vez más tensas. Las aventuras coloniales que había emprendido Napoleón III para realzar su prestigio habían debilitado grandemente su situación. Bajo la presión de los grandes financieros, Napoleón III había emprendido la expedición de México, que indispuso acremente a Estados Unidos. Estados Unidos eran categóricamente hostiles a toda tentativa de las potencias europeas de inmiscuirse en los asuntos del continente. El plan de Napoleón III fracasó estrepitosamente y tenía que reparar su desventura en Europa, pero aquí también la mala suerte le perseguía. Obligado a hacer concesiones en política interior, esperaba, a través de alguna anexión en Europa, incrementar los dominios de Francia y consolidar de este modo su situación. En 1867 estalló el asunto de Luxemburgo; tras todo tipo de tentativas infructuosas para obtener algún territorio en la orilla izquierda del Rhin, Napoleón III intentó comprar a Holanda el gran ducado de Luxemburgo, que hasta 1866 había pertenecido a la Confederación germánica, pero cuyo jefe supremo era el rey de Holanda. Había existido anteriormente en el ducado una guarnición prusiana que había debido retirarse. La noticia de un acuerdo entre Napoleón III y Holanda provocó la efervescencia entre los chovinistas alemanes. La guerra estaba a punto de estallar, pero Napoleón, que no se encontraba preparado, se batió en retirada. Con este motivo su prestigio sufrió considerablemente, viéndose obligado a realizar nuevas concesiones.

En el momento de celebrarse el Congreso de Bruselas, la situación revestía tal gravedad que se esperaba cada día el comienzo de la guerra. Todo el mundo estaba persuadido de que se iniciaría en el momento en que Francia y Prusia hubieran terminado sus preparativas y encontrado un pretexto favorable. Para el movimiento obrero, que se desarrollaba día a día, particularmente en el continente, surgía la cuestión alarmante de los medios a emplear para impedir esta guerra que, es fácil de comprender, supondría un golpe desastroso tanto para los obreros franceses como para los alemanes. Este es el motivo de que la Internacional, a partir de 1868, cuando ya representaba una fuerza considerable y se encontraba a la cabeza del movimiento obrero internacional, no pudiera dejar de ocuparse vivamente de este problema. Tras animados debates, el congreso de Bruselas, a lo largo del cual algunos delegados habían pedido organizar una huelga general en caso de guerra, y otros demostrado que sólo el socialismo podía poner fin a la guerra, adoptó una resolución de compromiso bastante confusa.

Primeras escaramuzas del bakuninismo

Como el espectro de la guerra parecía haber desaparecido hacia el verano de 1869, las cuestiones económicas y políticas volvieron a pasar a primer plano en el Congreso de Basilea. Por vez primera se planteó la cuestión, ya surgida en Bruselas, de la socialización de los medios de producción. Esta vez, los adversarios de la propiedad individual del suelo triunfaron definitivamente. Los proudhonianos sufrieron una derrota total. Pero en este congreso surgieron nuevas divergencias. En efecto, fue en este Congreso donde apareció el representante de una nueva tendencia, el anarquista ruso Bakunin.

La doctrina de Bakunin recuerda a Blanqui: la revolución necesita un grupo de hombres resueltos. Pero, a diferencia de Blanqui, Bakunin no quería oír hablar de la conquista del poder político por el proletariado. Negaba toda lucha política en la medida en que se planteaba en el terreno de la sociedad burguesa. Marx y quienes como él creían necesaria la lucha política, organizar al proletariado para la conquista del poder político, eran, en opinión de Bakunin y sus partidarios, oportunistas que retardaban la llegada de la revolución social. Los bakuninistas presentaron a Marx como una persona que, para la realización de sus ideas, no dudaba en falsificar los Estatutos de la Internacional. Públicamente, en particular en sus cartas y circulares, llenaron a Marx de insultos, sin retroceder incluso ante posturas antisemitas, llegando a acusar a Marx de ser un agente de Bismarck.

Cuando Bakunin se presentó al Congreso de Basilea, tenía ya un grupo considerable de partidarios, principalmente en la Suiza de lengua francesa. Tenía también numerosos contactos en Italia. Su propaganda caló con mayor hondura entre los obreros sin trabajo fijo y los artesanos relojeros, arruinados por la competencia de la gran industria relojera. Había creado su propia organización, la Alianza Internacional de la Social-Democracia, que pretendió ingresar en la Internacional en bloque. El Consejo General se opuso y, aunque se les dijo que debían integrarse en las secciones locales de la Internacional, aunque debían disolver la Alianza. Para entrar dijeron haber disuelto la organización, pero todos los informes ponían de manifiesto lo contrario: la Alianza seguía operando clandestinamente como grupo de presión dentro de la Internacional, al más puro estilo bakuninista. Rusia y España estaban siendo el más claro ejemplo del doble juego de los anarquistas.

La primera batalla se inició sobre una cuestión completamente diferente a la que constituía el desacuerdo de fondo. Bakunin, siguiendo a Saint-Simon, reivindicaba la supresión del derecho de herencia y, de acuerdo con el informe de Marx, los delegados del Consejo General opinaban que esto agruparía a todo el campesinado y a toda la pequeña burguesía alrededor de la reacción. Como indicaba ya el Manifiesto Comunista, no era más que una medida de transición que tomaría el proletariado cuando se hubiera apoderado del poder político. Mientras tanto, solamente se podía reclamar el aumento del impuesto sobre sucesiones y que se restringiera el derecho a testar. Pero Bakunin no tenía en cuenta las condiciones reales. Lo que le importaba de esta reivindicación era el medio de agitación que representaba. Ninguna resolución alcanzó la mayoría.

Aunque entonces no suscitó discusiones, fue en este Congreso de Basilea donde se ampliaron la competencias del Consejo General. Como luego los bakuninistas trataron de volver sobre sus propios pasos aludiendo a la autonomía de las secciones regionales, hay que recordar que se aprobó tal acuerdo, que se aprobó con su voto favorable y que se aprobó en un congreso.

Además estalló otro conflicto entre Bakunin y el viejo W. Liebknecht. El congreso de Basilea fue el primero en que participó un grupo numeroso llegado de Alemania. Para entonces, W. Liebknecht y A. Bebel habían conseguido, tras una dura lucha contra Schweitzer, organizar un partido independiente que, en su Congreso constituyente de Eisenach, había adoptado el programa de la Internacional. El órgano central de este partido había llevado a cabo una campaña contra la actividad de Bakunin en la Liga de la paz y la libertad, donde había reiterado sus antiguos puntos de vista paneslavistas. Marx se había pronunciado contra esta crítica, pero se le consideraba responsable de todos los actos de los marxistas, entre los cuales se encontraban Liebknecht y Bebel.

Bakunin aprovechó el Congreso para ajustar sus cuentas con Liebknecht. Todo terminó en una reconciliación que, por otra parte, sólo sería temporal. Las espadas seguían en alto.

España era la prueba de ello. En España, bajo el nombre de la Internacional, los bakuninistas introducían sus baratijas ideológicas de contrabando. A España llegó José Fanelli (1828-1877), un italiano antiguo seguidor de Mazzini que hizo gala de un doble rostro en todas sus actividades; aunque era anarquista también era parlamentario, y aunque usaba credenciales de la Internacional, repartía la propaganda de una Alianza que debía estar disuelta.

Fanelli llegó a España coincidiendo con la revolución de setiembre de 1868, enviado por Bakunin. Existían aquí núcleos obreros organizados que no mantenían contacto con la Internacional, aunque un delegado había asistido en 1868 al Congreso. Hasta esa fecha el movimiento obrero en España iba a remolque del radicalismo burgués. La dura represión contra las organizaciones obreras las había conducido hacia el reformismo, en forma de cooperativismo y sociedades de socorros mutuos.

En enero de 1869 Fanelli logró reunir a un grupo que se encargó de organizar la Internacional en España pero no difundió el Llamamiento fundacional ni los Estatutos, sino el programa de la Alianza y la mezcolanza, según sus propios Estatutos, llegaba hasta tal punto que la Alianza de la Social Democracia española estará constituida por miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores. Además, más adelante, añadía: La Alianza influirá cuanto pueda en el seno de la Federación obrera local para que no tome una marcha reaccionaria y antirrevolucionaria. Por tanto, la Internacional en España no se sometía al Consejo General de Londres, sino a las órdenes que Bakunin dictaba desde Suiza. Su falso antiautoritarismo quedaba así al descubierto.

Dos bakuninistas españoles asistieron al Congreso de Basilea y a su vuelta a España se pusieron a trabajar más definidamente según las ideas del revolucionario ruso, o sea de Bakunin, escribe el historiador anarquista español Diego Abad de Santillán. Quedaba claro que Bakunin había engañado a la Internacional: no sólo la Alianza no se había disuelto, sino que seguía actuando a la sombra contra los principios aprobados por todos los demás. Siguiendo esta línea, el primer manifiesto de la sección española de la Internacional, redactado en diciembre de 1869, preconizaba el abstencionismo político y dejaba la lucha por la democracia en manos de la burguesía. El choque de los españoles con la línea de la Internacional era frontal. Luego celebraron un Congreso en Barcelona el 19 de junio de 1970, al que asistieron 90 delegados, donde se leyeron comunicados, no del Consejo General de Londres sino de la sucursales bakuninistas de Suiza y Bélgica llamando a no intervenir en las luchas políticas. Según el historiador anarquista Abad de Santillán, los anarquistas querían evitar en España las discusiones que ellos habían llevado a la Internacional y para eso fundaron una sociedad secreta poco antes de Congreso de Barcelona, con el fin de manipularlo e imponer sus tesis sin ningún debate. Meses después esta situación fue reconocida por el propio Bakunin en una carta al anarquista español González Morago de fecha 21 de mayo de 1872, aunque responsabilizó de ella a Fanelli: Al ayudarnos a echar los primeros fundamentos tanto de la Internacional como de la Alianza en España, Fanelli cometió una falta de organización de la que se sienten ahora los efectos. Confundió la Internacional con la Alianza y por eso mismo ha provocado a los amigos de Madrid, a fundar la Internacional con el programa de la Alianza. Tampoco esto era verdad: él era el único responsable de aquella estafa política.

Los anarquistas españoles empezaron así a cocerse con su propio jugo.

La guerra franco-prusiana

El siguiente Congreso debía tener lugar en Maguncia, en Alemania, pero no pudo reunirse. Inmediatamente después del Congreso de Basilea, las relaciones entre Francia y Alemania se encresparon hasta tal punto que se podía esperar en cualquier momento una declaración de guerra. Bismarck engañó a su viejo maestro Napoleón III y, tras haberse preparado para la contienda, presentó las cosas de modo que ante el mundo Francia apareció como la agresora.

La guerra estalló de un modo completamente inesperado. Ni los obreros franceses, ni los obreros alemanes se encontraban en situación de impedirla. Algunos días después de la declaración de guerra, el Consejo general hizo pública una proclama escrita por Marx. Comenzaba por una cita del Llamamiento fundacional de la Internacional, en la cual se condenaba la política exterior que se apoya en los prejuicios nacionales, persigue designios criminales y derrocha la sangre y los bienes de los pueblos en guerras de rapiña.

Seguía una requisitoria contra Napoleón III. Marx describía sucintamente la lucha de este último contra la Internacional, que se reforzó cuando los internacionalistas franceses iniciaron una campaña en contra suya. Sea cual sea el modo en que termine la guerra, añade Marx, el II Imperio está condenado. Finalizará como comenzó, por una parodia. Pero todos los gobiernos europeos son culpables. Es preciso no olvidar que son los gobiernos y las clases dominantes de Europa quienes, durante 18 años, han ayudado a Bonaparte a representar la comedia de la restauración del Imperio.

Sin embargo, Marx dirige los golpes más violentos contra su propia patria. Para los alemanes, la guerra actual, dice, es una guerra defensiva. Pero, ¿quién ha situado a Alemania en la necesidad de defenderse? ¿Quién ha dado a Napoleón III la tentación de atacar a Alemania? Prusia. Prusia firmó un acuerdo con Napoleón III contra Austria. Si Prusia hubiera sido vencida, Francia con sus tropas habría invadido Alemania. Ahora bien, ¿qué ha hecho Prusia tras su victoria sobre Austria? En lugar de oponer a la Francia sojuzgada una Alemania libre, no solamente ha conservado intacto el régimen prusiano, sino que le ha añadido los rasgos característicos del régimen bonapartista.

En seis semanas, más o menos, el ejército regular francés fue derrotado plenamente y, el 2 de septiembre, Napoleón III capituló con su ejército en Sedán. El 4 de septiembre fue proclamada en París la República. Contrariamente a la declaración de Prusia, que afirmaba que únicamente combatía al Imperio, continuaron las hostilidades. Tuvo lugar entonces la segunda fase de la guerra, la más larga y la más dura.

Inmediatamente después de la proclamación de la República en Francia, el Consejo General publicó su segundo manifiesto sobre la guerra. Este manifiesto, escrito igualmente por Marx, es, por la profundidad del análisis de la situación del momento y la agudeza de la visión histórica, una de sus obras más geniales. Lo firmó en calidad de secretario del Consejo General no solamente para Alemania, sino también para Rusia, pues poco antes se había constituido en Suiza una sección rusa de la Internacional que había pedido a Marx que fuera su representante en el Consejo General.

En su primer manifiesto Marx predijo que esta guerra se terminaría con la caída del II Imperio. El segundo manifiesto comienza recordando esta predicción. Pero no se había mostrado menos justificada la crítica que Marx había realizado anteriormente de la política prusiana. La guerra de Prusia se había transformado en guerra contra el pueblo francés. Bastante antes de la capitulación de Sedán, desde que se había mostrado como evidente la disgregación del ejército francés, la corriente militar prusiana se había pronunciado por una política de conquista. Marx critica igualmente sin piedad la conducta hipócrita de la burguesía liberal alemana. Sirviéndose de las indicaciones de Engels que, en cuanto especialista, seguía atentamente la marcha de la guerra y que en la primera quincena de agosto había predicho ya la catástrofe de Sedán, Marx analiza los argumentos militares con los que Bismarck justificaba la anexión de Alsacia y Lorena.

Pronunciándose categóricamente contra toda anexión, afirma que una paz basada en la violencia conduciría a resultados diametralmente opuestos a los que se esperaban de ella. La consecuencia de esta paz sería una nueva guerra. Francia querría recuperar sus pérdidas y, con este fin, buscaría la alianza con Rusia. Y de este modo la Rusia zarista, que había perdido su hegemonía tras la guerra de Crimea, se convertiría de nuevo en la dueña de los destinos de Europa. Este pronóstico genial, que es una de las pruebas prácticas más deslumbradoras de la justeza de la concepción materialista de la historia, termina con las siguientes palabras:

Los patriotas alemanes creen seriamente garantizar de un modo efectivo la paz y la libertad de Alemania, arrojando a Francia a los brazos de Rusia. Si la fortuna de las armas, la borrachera de la victoria y las intrigas dinásticas conducen a la expoliación de territorios franceses, sólo quedan abiertos dos caminos para Alemania. O bien ésta se convertirá en el instrumento consciente de los planes de conquista prusianos, política conforme a la tradición de los Hohenzollern; o bien, al cabo de un lapso de tiempo muy corto, deberá prepararse para una nueva guerra defensiva; pero esta guerra no será una guerra localizada, será una guerra de razas, una guerra con eslavos y latinos aliados. Esta es la paz que garantizan a Alemania los obtusos patriotas burgueses.
La predicción se cumplió al pie de la letra.

El manifiesto finaliza con la exposición de las tareas políticas que en dicho momento se imponen a la clase obrera. Exhorta a los obreros alemanes a exigir una paz honrosa y al reconocimiento de la República francesa. A los obreros franceses, que se encontraban en una situación aún más embarazosa, Marx aconseja vigilar a los republicanos franceses y utilizar el régimen republicano para desarrollar rápidamente su organización de clase y obtener su emancipación.

La Comuna de París

Los acontecimientos no tardaron en justificar la desconfianza de Marx respecto a los republicanos franceses. Su conducta infame, su disposición a concluir una alianza con Bismarck antes que consentir la más ligera concesión a la clase obrera, condujeron a la proclamación de la Comuna. Tras tres meses de lucha heroica, este primer ensayo de dictadura del proletariado, efectuado en las condiciones más desfavorables, terminó aplastado. El Consejo General no estaba en condiciones de proporcionar a los franceses la ayuda necesaria. París se encontraba cortada del resto de Francia y del mundo entero por las tropas francesas y alemanas.

La Comuna suscitó simpatías generales. Bakunin y sus partidarios, por el contrario, sacaron de la experiencia conclusiones diferentes. Continuaban combatiendo aún más violentamente toda política y todo Estado, recomendando organizar, en cuanto llegara el momento favorable, comunas en ciudades aisladas que arrastrarían a las demás. Esta estrategia condujo al proletariado español a resultados desastrosos muy poco después.

Marx, que durante la Comuna, como lo prueba una de sus cartas al internacionalista francés Varlin, se había esforzado por mantener relaciones con París, fue encargado por el Consejo General para que escribiera un manifiesto. Asumió la defensa de la Comuna, calumniada por toda la prensa burguesa, y demostró que era una nueva gran etapa del movimiento proletario, que era el prototipo del Estado proletario que asumiría la realización del comunismo. Ya sobre la experiencia de la revolución de 1848, Marx había llegado a la conclusión de que la clase obrera, tras la toma del poder político, no podía limitarse a ocupar el aparato del Estado burgués, sino que era necesario romper toda esta máquina burocrática y policíaca. La experiencia de la Comuna le convenció definitivamente de ello. Una vez dueño del poder, el proletariado se había visto obligado a crear su propio aparato de Estado, adaptado a sus necesidades. Pero el Estado proletario no podía limitarse al marco de una sola ciudad, aunque fuera la capital. El poder del proletariado debía extenderse a todo el país para tener posibilidades de consolidarse.

El aplastamiento de la Comuna tuvo consecuencias extremadamente graves para la Internacional. El movimiento obrero francés quedó prácticamente interrumpido durante varios años. En la Internacional sólo quedó representado por participantes en la Comuna que habían fijado su residencia bien en Inglaterra, bien en Francia, que habían conseguido escapar a las persecuciones, y entre los cuales se desarrollaba la más encarnecida lucha de fracciones, lucha que se transportaba al seno del propio Consejo General.

El movimiento obrero alemán sufrió igualmente duras pruebas. Bebel y Liebknecht, que habían protestado contra la anexión de Alsacia y Lorena y se habían solidarizado con la Comuna de París, fueron detenidos y condenados a prisión en una fortaleza. Schweitzer, que había perdido la confianza de su Partido, se vio obligado a marcharse. Los partidarios de Liebknecht y Bebel, los eisenachianos, continuaron trabajando al margen de los partidarios de Lassalle, y sólo comenzaron a acercarse a estos últimos cuando el Gobierno desplegó sus fuerzas contra ambas partes en lucha. De este modo, la Internacional perdió de un golpe sus dos puntos de apoyo en los dos principales países de la Europa continental.

En el propio movimiento inglés se produjo un viraje. La guerra entre los dos países más desarrollados del continente desde el punto de vista industrial fue beneficiosa para la burguesía inglesa. Se encontró en condiciones de apartar de sus fabulosos beneficios una cierta parte que distribuyó entre los obreros privilegiados. Los sindicatos obtuvieron una mayor libertad de acción. Se suprimieron algunas leyes dirigidas contra los sindicatos. Estas reformas influyeron sobre algunos miembros del Consejo General que jugaban un papel importante en el movimiento sindical. A medida que la Internacional se radicalizaba, muchos de ellos se hacían cada vez más reformistas. La Comuna y los furiosos ataques contra la Internacional que aquélla provocó les asustaban. Se apresuraron a desligarse del manifiesto sobre la Comuna de París, aunque hubiera sido escrito por Marx por mandato del Consejo General. Se produjo sobre este punto una escisión en la sección inglesa de la Internacional.

La Conferencia de Londres

En estas condiciones fue convocada, en septiembre de 1871, en Londres, una Conferencia de la Internacional a la que asistió como representante español el anarquista Anselmo Lorenzo, que fue recibido por Marx en su domicilio, donde pernoctó. Éste es el retrato que Anselmo Lorenzo hizo de Marx:
Al cabo de un rato paramos delante de una casa, llamó el cochero y presentóseme un anciano que, encuadrado en el marco de la puerta, recibiendo de frente la luz de un reverbero, parecía la figura venerable de una patriarca producida por la inspiración de eminente artista. Acerquéme con timidez y respeto, anunciándome como delegado de la Federación regional española de la Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus brazos, me besó en la frente, me dirigió palabras afectuosas y me hizo entrar en su casa. Era Carlos Marx.
Ambos estuvieron conversando amigablemente en castellano, pero a lo largo de la Conferencia la imagen de Anselmo Lorenzo cambió. Él traía un informe puramente obrero y se encontró con algo que no esperaba, con asuntos de profundo calado ideológico y político que le desbordaron completamente. Quedó decepcionado, a pesar de que Marx logró aprobar una resolución en la que saludaba el excelente trabajo de los internacionalistas españoles. Debió apercibirse el ínfimo nivel ideológico y del primitivismo del movimiento obrero español, y trataba de infundirles ánimo.

La Conferencia tuvo que ocuparse fundamentalmente de dos cuestiones. La primera era la antigua cuestión de la lucha política sobre la que había habido discusiones con los anarquistas. Uno de los motivos que incitaron a la Conferencia a ocuparse de ella fue que los bakuninistas continuaban acusando a Marx de falsificar los Estatutos de la Internacional para imponer sus puntos de vista. La resolución, esta vez, proporcionó una respuesta que no podía dejar ninguna duda y significaba la derrota completa de los bakuninistas. La última parte decía:

Considerando:

Que la reacción desenfrenada reprime por medio de la violencia el movimiento emancipador de los obreros y busca por medio de la fuerza brutal mantener la división en clases y el dominio político de las clases dominantes que de ella resulta;

Que esta organización del proletariado en un partido político es necesaria para asegurar el triunfo de la revolución y de su meta final: la abolición de las clases;

Que la unión de las fuerzas obreras ha sido obtenida ya a través de la lucha económica, y debe ser igualmente una palanca en manos de la clase obrera en su lucha contra el poder político de los explotadores;

La Conferencia recuerda a todos los miembros de la Internacional que, en el plan de combate de la clase obrera, su movimiento económico y su actividad política se encuentran indisolublemente ligadas.

Pero la Conferencia tuvo que ocuparse también de los bakuninistas por otro motivo. El Consejo General estaba cada vez más persuadido de que, a pesar de todas las seguridades dadas por Bakunin, su sociedad secreta continuaba existiendo. Por esta razón, la Conferencia adoptó una resolución prohibiendo en la Internacional la organización de cualquier asociación que tuviera un programa particular. Pero de nuevo los bakuninistas insistieron en que la Alianza estaba disuelta, por lo que se levantó acta de ello, zanjándose la cuestión bajo palabra.

Pero quedaba aún otra cuestión: la Conferencia declaró que la Internacional nada tenía que ver en el asunto Nechaiev, un revolucionario ruso que se aprovechó para sus propios fines de su condición de miembro de la Internacional. Bakunin mantenía relación con S.G. Nechaiev (1847-1882), un estudiante que había huido en marzo de 1869 de Rusia y en el otoño de aquel mismo año regresó al interior. Como Bakunin, también Nechaiev rechazaba la teoría, aunque estaba dotado de una energía excepcional, de una voluntad de hierro; revolucionario entregado en cuerpo y alma a la causa probó posteriormente ante los jueces y en la prisión su coraje inquebrantable y su odio a los explotadores. A diferencia de Bakunin, que siempre estaba dispuesto a las componendas, Nechaiev era intransigente. Mientras Bakunin era un inconsecuente, Nechaiev se distinguía por una lógica sin componendas y sacaba de la teoría de su mentor todas las deducciones prácticas que comportaba.

Un grave acontecimiento lo prueba: el editor Liubavin quería publicar la traducción rusa de El Capital y le adelantó a Bakunin una cantidad de dinero para que se pusiera a ello. Pero Bakunin ni tradujo el libro ni devolvió el dinero, lo que le puso en una situación comprometida ante todos los internacionalistas. Para salir del atolladero, por encargo de Bakunin, Nechaiev, en nombre de una inexistente organización, escribió a Liubavin amenazándole de muerte y diciéndole que dejara en paz a Bakunin. No se trataba sólo de dinero, sino de algo mucho más serio: los miembros de la comisión consideraron un abuso que Bakunin actuara en nombre de una organización obrera revolucionaria que todos ligaban a la Internacional con fines personales, para librarse de una deuda. Se ponía de manifiesto también un pésimo estilo de relaciones entre camaradas que, por lo demás, cuadraba con las tesis de Bakunin, que ponía en primer plano al lumpenproletariado, al que consideraba como el auténtico promotor de la revolución social, y consideraba que los bandoleros eran el mejor elemento del ejército revolucionario. No a la política, sí al bandolerismo, podría resumirse.

En Moscú Nechaiev organizó un grupo clandestino, Justicia Popular, compuesto de jóvenes estudiantes, que ejecutó a uno de sus compañeros, llamado Ivanov, por traición. Luego huyó nuevamente al extranjero mientras eran detenidos de los miembros del grupo, que fueron juzgados en el verano de 1871. Durante el juicio la acusación difundió muchos documentos en los que se mezclaba al grupo de Bakunin con la sección rusa de la Internacional. Nechaiev había utilizado en Rusia una credencial de Bakunin que le presentaba como miembro de una supuesta Alianza Revolucionaria Europea y que él utilizaba para hacerse pasar por delegado de la Internacional.

Finalmente, Bakunin se separó de su discípulo, pero únicamente porque le espantaba la lógica implacable y simplista de Nechaiev; sin embargo, no osó romper públicamente con él porque Nechaiev guardaba muchos documentos que le comprometían personalmente. En 1872 Nechaiev fue entregado por Suiza a Rusia y murió preso en la fortaleza de Pedro y Pablo.

El Consejo General envió una circular reservada relatando los manejos de Bakunin que exasperó a los anarquistas, porque decían que no se podía dar publicidad a una organización secreta como la suya. La circular fue redactada por Marx y Engels con el título Las pretendidas escisiones en la Internacional y se distribuyó en francés por las secciones de la Internacional en todo el mundo. Como era característico en ellos, no entraban para nada en las minucias y provocaciones de los bakuninistas, sino que entraron a fondo en sus concepciones ideológicas, que sometieron a una crítica implacable, demostrando la raíces pequeño burguesas del anarquismo.

Inmediatamente después de la Conferencia de Londres los bakuninistas declararon -según sus propias palabras la guerra abierta al Consejo General, al que acusaban de haber amañado la Conferencia e impuesto a toda la Internacional la necesidad de organizar al proletariado en un partido independiente dirigido a la conquista del poder político. Siguieron con su labor fraccional tomando como excusa que lo de Londres había sido una Conferencia y no un Congreso. Las razones para ello eran clarísimas: en setiembre de 1871 la Comuna de París había sido aplastada y en toda Europa se había levantado la veda contra todas las organizaciones proletarias; el Congreso era público y la Conferencia privada, por lo que los nombres de los participantes no se difundían, de modo que tampoco se les podía detener; por lo demás, debía celebrarse una Conferencia porque, como decía Engels, era necesario poner en práctica medidas concretas en relación con la nueva situación, esto es, no era necesario el Congreso porque no se trataba de modificar el Llamamiento ni los Estatutos.

Nada de esto importaba lo más mínimo a los bakuninistas, que celebraron un Congreso por su cuenta en Sonvilliers, Suiza, el 12 de noviembre de 1871, donde gozaban de toda la libertad y de todos los derechos para reunirse a placer. Allí atacaron las facultades del Consejo General diciendo que la secciones regionales debían ser autónomas. Eso decían entonces, pero poco antes, en el Congreso de Basilea, habían sido los mayores defensores de la ampliación de las competencias del Consejo General. Como los falsificadores de la historia presentan los hechos de una forma maniquea, es imprescindible dar a conocer el criterio al respecto de Marx, que no era nada centralista:

Ciertamente, nadie disputa su autonomía a las secciones; mas es imposible una federación que no ceda algunos poderes a los consejos federales y, en última instancia, al Consejo General. Pero ¿sabe usted quiénes fueron los autores y los defensores de estas resoluciones autoritarias? ¿Los delegados del Consejo General? De ninguna manera. Estas medidas autoritarias fueron propuestas por los delegados belgas, y los Schwitzguebel, los Guillaume y los Bakunin fueron sus más calurosos defensores.
Los bakuninistas, fieles a su escabroso estilo, volvían sobre sus pasos, retorciéndose como culebras, escondiendo los verdaderos motivos de fondo y presentando falsos argumentos de forma. En la forma que ellos la proponían, la autonomía de las secciones no era más que una liquidación de la Internacional, que había nacido para integrar a los movimientos obreros locales en un solo puño.

La expulsión de los bakuninistas

No puede pasar desapercibido el crítico momento elegido por los bakuninistas para atacar a la Internacional. Todos los gobiernos europeos, asustados por la revolución comunera de París, habían hecho causa común. Se abrió el momento de la persecuciones contra todo lo que tuviera el más mínimo sesgo proletario y, en primer lugar, a la Internacional, convertida en cabeza de turco. Como escribió Engels:
Precisamente en este momento en el que todas las fuerzas de la vieja sociedad se han unido para desorganizar la Internacional por medio de la violencia; en el que la unidad y la cohesión son más necesarias que nunca; precisamente en este momento, un grupo pequeño -y que según propia confesión disminuye de día en día- de miembros de la Internacional en un rincón de Suiza ha considerado necesario lanzar a la luz pública una circular para sembrar la discordia entre los miembros de la Asociación.
Plantear en una situación tan delicada una guerra abierta -otra más- a la Internacional era ponerse de parte de la burguesía, hacer el juego a la reacción.

Esa guerra abierta de los bakuninistas contra la Internacional pronto se hizo sentir en España. Dos hechos la promovieron: la llegada de Lafargue a España y la prohibición de la Internacional.

Tras el aplastamiento de la Comuna de París, en enero de 1872, el gobierno prohibió la Internacional y la dirección de la sección española planteó correctamente su reorganización clandestina para continuar la lucha, dirigiéndose a los afiliados en los siguientes términos:

Si después de todos nuestros esfuerzos para conseguir nuestra emancipación por las vías pacíficas se nos cierran la puertas de la legalidad, sabremos cumplir con nuestro deber; que cuando toda la clase obrera se ve privada del derecho de asociación, que es como el centro de gravedad, no le queda otro recuso que el triste y funesto de la revolución armada.
Esta posición era absolutamente justa pero, desde Suiza, Bakunin ordenó otra cosa porque tras la clandestinidad veía el fantasma del Consejo General y de Marx. Textualmente la Alianza dijo que los pequeños grupos clandestinos eran más difíciles de manipular y lejos de someterse a la Alianza, sería la Alianza la que acabaría sometida a ellos. Una vez más se demostraba que la batalla ideológica contra los anarquistas en la Internacional no era más que un problema de línea y de dirección política y que los bakuninistas estaban dispuestos a todo con tal de que nada ni nadie se les escapara de las manos. Su antiautoritarismo, su hipócrita crítica al Consejo General de Londres, no podía ser más falaz. Lo que se estaba poniendo una vez más al descubierto es que ellos nunca pretendieron luchar contra el dirigismo, sino dirigir ellos.

El otro hecho. Con tres años de retraso respecto a Fanelli, tras la Comuna de París llegó a España Pablo Lafargue, internacionalista y yerno de Marx. Fue detenido por la Guardia Civil al presentarse en la frontera, aunque le pusieron en libertad. De nacionalidad francesa, Lafargue había nacido en Cuba y hablaba castellano. Su sorpresa debió ser mayúscula cuando comprobó hasta dónde eran capaces de llegar los bakuninistas y se puso a la tarea de impedir sus manejos reuniéndose con Mesa, Iglesias y otros, hasta un total de nueve internacionalistas en Madrid. Esto, unido a que por aquellas mismas fechas Engels contacta con Mora, es lo que desata las suspicacias de Bakunin.

La nueva situación se pone de relieve en el giro que experimenta el periódico La Emancipación que estaba bajo la influencia de algunos de los nueve amigos de Lafargue. Este periódico se dirige al Partido Federal, un partido republicano burgués, pidiéndole que se defina sobre su actitud con respecto a la Internacional, prohibida por el gobierno. Esta anécdota sirve de excusa para expulsar a los nueve internacionalistas que estaban al tanto de las manipulaciones bakuninistas. El hecho es significativo:

→ pone de manifiesto el verdadero carácter de los que alardeaban de antiautoritarios y adoptaban medidas disciplinarias extremas

→ la carta, si bien contrariaba a la Alianza, expresaba de manera fiel la línea de la Internacional, por lo que la expulsión era irregular

→ la Internacional en España se había convertido en una sucursal de la Alianza, sin ninguna relación con las demás secciones regionales

Lafargue asiste a la reunión de la Federación madrileña el 7 de enero de 1872 en la que se discuten los acuerdos de los bakuninistas de Sonvillier y se abre la primera discusión. Luego, en el mes de abril, se celebra el Congreso de Zaragoza de la sección española de la Internacional, al que los expulsados recurrieron, no sólo por su situación sino para que se adoptara en España un acuerdo equivalente al de la Conferencia de Londres ordenando la disolución de la Alianza. Obtienen lo primero pero no lo segundo.

Una torpeza de Bakunin descubre todo el tinglado que tenía montado en España: considerándole de su cofradía, le escribe una carta a Mesa de la que se desprende que la disolución de la Alianza era mentira. Apoyándose en esto, los nueve del círculo de Lafargue cometen a su vez otra torpeza: escriben a todos -ya no se sabe si de la Alianza o de la Internacional, que en España tanto monta- exigiendo su disolución, en cumplimiento de los acuerdos.

El 9 de junio de 1872 son de nuevo expulsados por ello, esta vez de manera definitiva, y crean el 8 de julio la Nueva Federación madrileña, que obtiene del Consejo General de Londres su reconocimiento. La ruptura era ya un hecho en España; aquí el proceso había empezado más tarde, pero se había resuelto antes.

Pero las espadas aún estaban en alto fuera de España. Los bakuninistas seguían reclamando la convocatoria de un Congreso que resolviera definitivamente la cuestión. Este Congreso se reunió en setiembre de 1872 en La Haya, agrupando a 65 delegados de 15 países diferentes. Por vez primera, Marx participó en él personalmente. Bakunin no estaba presente pero sí estaban sus partidarios. A este Congreso la Nueva Federación madrileña envió sus delegados y los bakuninistas españoles los suyos. Ya aparecen, pues, divididos, aunque en España la desproporción cuantitativa era abrumadora a favor de los anarquistas, que se burlaban de los internacionalistas llamándoles la Federación de los nueve. Fueron éstos los que, pocos años después, fundaron el PSOE.

Ahora bien, sería un craso error considerar que la fuerza del anarquismo en España fue consecuencia de las manipulaciones bakuninistas. Por el contrario, ellos encontraron unas condiciones objetivas plenamente favorables para la expansión de sus ideas, de las que carecían los socialistas. Esas condiciones favorables pueden reconducirse a dos:

→ el atraso económico español, donde predominaba la pequeña burguesía, el artesanado, el pequeño taller, el campesinado famélico y el tendero, un terreno abonado para los postulados bakuninistas

→ el reformismo del PSOE, su legalismo a ultranza, que dio alas a la fraseología anarquista, a la que se unieron también buena parte de los revolucionarios honestos.

Los bakuninistas abandonaron la reunión de La Haya y los demás crearon una comisión especial para analizar la labor de zapa de la Alianza que recibió numerosos documentos de muchos países: Lafargue y Mesa enviaron información de España, Becker de Suiza y Danielson de Rusia, entre ellos, la carta amenzante que Nechaeiv envió a Liubavin y que éste entregó a Danielson. Algunos de esos documentos llegaron después del Congreso. Tras examinar los documentos, la Internacional tuvo la certeza de que la Alianza continuaba existiendo como sociedad secreta en su interior; la comisión especial propuso expulsar a Bakunin y Guillaume y la propuesta fue aceptada. En la resolución de expulsión se decía que Bakunin era expulsado además por un asunto personal, el caso Nechaiev. El documento de expulsión, redactado por Engels en nombre del Consejo General, es de una contundencia aplastante:

Nos hallamos por vez primera en la historia de la lucha de la clase obrera, ante una conspiración secreta urdida en el seno de la propia clase obrera con el fin de hacer saltar no el régimen explotador existente sino la Asociación misma, que le combate con la mayor energía. Se trata de una conspiración contra el propio movimiento proletario
De esta dura experiencia dentro de la Internacional, pues, cabe afirmar al menos lo siguiente:

→ no se produjo ninguna escisión dentro de la Internacional, sino que los bakuninistas fueron expulsados, a pesar de que pretendieran luego seguir utilizando para su provecho propio las siglas AIT

→ no se trató de un enfrentamiento entre Marx y Bakunin, sino de una enfrentamiento de éste contra todas la demás corrientes que había dentro de la Internacional, a las que traicionó

→ no se trató de un enfrentamiento de los autoritarios (o sea Marx) contra los antiautoritarios (o sea Bakunin) porque entre los primeros estaban los proudhonianos, que también eran anarquistas y, por tanto, antiautoritarios

→ no hubo ningún bloque homogéneo en la Internacional, salvo los bakuninistas, que trataron de aprovechar la situación para apoderarse de ella

→ en aquel momento, mientras Bakunin tenía su propia organización, la Alianza de la Social-Democracia, Marx no disponía de ninguna en la que pudiera depositar su confianza e intervenía en la Internacional en nombre propio.

Sobre la cuestión principal, el Congreso de La Haya confirmó plenamente la resolución de la Conferencia, a la cual añadió la frase siguiente casi literalmente tomada del Llamamiento fundacional de la Internacional:

Como los poseedores del suelo y del capital se aprovechan siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos y mantener sujeto al trabajo, la conquista del poder político es el gran deber del proletariado.
Marx, Engels y Lafargue siguieron trabajando con los documentos reunidos por la comisión y publicaron en julio de 1873 un folleto basado en esos informes que titularon La Alianza de la Social Democracia y la Asociación Internacional de Trabajadores. Poniendo al descubierto sus manejos e intrigas, asestaron un golpe definitivo a los intentos de Bakunin de influir sobre el movimiento obrero europeo.

Al terminar sus trabajos, el Congreso de La Haya aceptó la propuesta de Engels referente al traslado de la sede del Consejo General a Nueva York. En esta época la Internacional no sólo había perdido sus bases en Francia, donde a partir de 1872 el simple hecho de pertenecer a la Internacional era un crimen, sino también en Alemania, e incluso en Inglaterra. Este traslado del organismo central de la Internacional a América era considerado como provisional. Pero ocurrió que el congreso de La Haya fue el último que se celebró en la historia de la Internacional. En 1876, el Consejo General publicó en Nueva York un aviso anunciando que la I Internacional había dejado de existir. Sólo subsistieron la siglas en manos de unos usurpadores...

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