Primero de Mayo
Día internacional de lucha de la clase obrera

¡Un día de rebelión, no de descanso! ¡Un día no ordenado por los portavoces chulescos de las instituciones, que tienen encadenados a los trabajadores! ¡Un día en que el trabajador haga sus propias leyes y tenga el poder de ejecutarlas! Todo sin el consentimiento ni aprobación de los que oprimen y gobiernan. Un día en que con tremenda fuerza, el ejército unido de los trabajadores se movilice contra los que hoy dominan el destino de los pueblos de todas las naciones. Un día de protesta contra la opresión y la tiranía, contra la ignorancia y las guerras de todo tipo. Un día para comenzar a disfrutar de ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para lo que nos dé la gana.

(Octavilla que circulaba en Chicago en 1885).

Albert Parsons En los Estados del sur mis enemigos eran quienes explotaban a los esclavos negros; en los del norte, quienes quieren perpetuar la esclavitud de los obreros
August SpiesEn este tribunal yo hablo en nombre de una clase y en contra de otra
George Engel Todos los trabajadores deben prepararse para una última guerra que pondrá fin a todas las guerras
Adolph Fischer Sé que es imposible convencer a los que mienten por oficio: a los mercenarios directores de la prensa capitalista, que cobran por sus mentiras
Luis LinggEstados Unidos es un país de tiranía capitalista y del más cruel despotismo policiaco
Michael SchwabMillones de trabajadores pasan hambre y viven como vagabundos. Incluso los más ignorantes esclavos del salario se ponen a pensar. Su desgracia común les mueve a comprender que necesitan unirse y lo hacen
Samuel FieldenLos obreros nada pueden esperar de la legislación. La ley es solamente un biombo para aquellos que les esclavizan
Óscar Neebe He hecho cuanto he podido para fundar la Central Obrera y engrosar sus filas; ahora es la mejor organización obrera de Chicago; tiene 10.000 afiliados. Es lo que puedo decir de mi vida obrera
Samuel Fielden

Cada año el Primero de Mayo conmemora el asesinato de cinco sindicalistas estadounidenses en 1886 en una de las mayores movilizaciones obreras celebradas en aquel país en reclamación de la jornada laboral de ocho horas.

En julio de 1889 el I Congreso de la II Internacional acordó celebrar el Primero de Mayo como jornada de lucha del proletariado de todo el mundo y adoptó la siguiente resolución histórica: Debe organizarse una gran manifestación internacional en una misma fecha de tal manera que los trabajadores de cada uno de los países y de cada una de las ciudades exijan simultáneamente de las autoridades públicas limitar la jornada laboral a ocho horas y cumplir las demás resoluciones de este Congreso Internacional de París.

Como en otras partes del mundo, la situación de los trabajadores en Estados Unidos a finales del siglo XIX era muy difícil. Sin embargo, emigrantes de diversos países europeos acudían allá en busca de una mejor situación económica. En 1886, un escritor extranjero retrató así a Chicago: Un manto abrumador de humo; calles llenas de gente ocupada, en rápido movimiento; un gran conglomerado de vías ferroviarias, barcos y tráfico de todo tipo; una dedicación primordial al Dólar Todopoderoso. Era una ciudad con un proletariado inmigrante, arrastrado por el capitalismo a la periferia de una ciudad industrial. La gran mayoría de los proletarios, especialmente en ciudades como Chicago, eran de Alemania, Irlanda, Bohemia, Francia, Polonia o Rusia. Oleadas de obreros arrojados los unos contra otros, comprimidos en tugurios y azuzados por guerras étnicas. Muchos eran campesinos analfabetos pero otros ya estaban templados por la lucha de clases.

En el invierno de 1872, un año después de la Comuna de París, en Chicago miles de obreros sin hogar y hambrientos a causa del gran incendio, hicieron manifestaciones pidiendo ayuda. Muchos llevaban en pancartas inscritas la consigna Pan o sangre. Recibieron sangre. La represión policial les obligó a refugiarse en el túnel bajo el río Chicago, donde fueron tiroteados y golpeados.

En 1877 otra gran ola de huelgas se extendió por las redes ferroviarias y prendió huelgas generales en los centros ferroviarios, entre ellos Chicago donde, las balas de la policía dispersaron las enormes concentraciones de huelguistas de aquel año.

De aquellas luchas nació una nueva dirección sindical, especialmente de inmigrantes alemanes, conectados con la I Internacional de Marx y Engels. El proletariado alemán tenía una contagiosa conciencia de clase: aprendida, moldeada por una experiencia compleja, profundamente hostil al capitalismo mundial. Como todos los revolucionarios, eran odiados, temidos y difamados al mismo tiempo. A su lado estaba un luchador oriundo de Estados Unidos, Albert Parsons. Así se dio una fusión de la experiencia política de dos continentes, del tumulto de Europa y el movimiento contra la esclavitud de Estados Unidos. En los agitados años de la emancipación de los esclavos, Parsons era un republicano radical que había desafiado a la sociedad tejana burguesa casándose con una esclava mestiza liberta, Lucy Parsons, que llegó a ser una figura política por sí misma. Albert Parsons militó mucho tiempo en las Ligas de Ocho Horas, pero hasta diciembre de 1885 escribió en su periódico Alarma: A nosotros, de la Internacional [hacía referencia a la anarquista IWPACOR] nos preguntan con frecuencia por qué no apoyamos activamente al movimiento de la propuesta de ocho horas. Echemos mano de lo que podamos conseguir, dicen nuestros amigos de las ocho horas, porque si pedimos demasiado podríamos no recibir nada. Contestamos: Porque no hacemos compromisos. O nuestra posición de que los capitalistas no tienen ningún derecho a la posesión exclusiva de los medios de vida es verdad o no lo es. Si tenemos razón, pues reconocer que los capitalistas tienen derecho a las ocho horas de nuestro trabajo es más que un compromiso; es una virtual concesión de que el sistema de salarios es justo. La prensa anarquista sostenía: Aunque el sistema de ocho horas se estableciera en esta tardía fecha, los trabajadores asalariados... seguirían siendo los esclavos de sus amos.

Tras recuperarse de los sucesos de 1877, el movimiento obrero se extendió como un incendio incontrolable, especialmente cuando se concentró en la demanda de la jornada de ocho horas.

En aquella época había dos grandes organizaciones de trabajadores en Estados Unidos. La Noble Orden de los Caballeros del Trabajo (The Noble Orden of the Knights of Labor), mayoritaria, y la Federación de Gremios Organizados y Tradeuniones (Federation of Organized Traders and Labor Union). En el IV Congreso de esta última, celebrado en 1884, Gabriel Edmonston presentó una moción sobre la duración de la jornada de trabajo, que decía: Que la duración legal de la jornada de trabajo sea de ocho horas diarias a partir del Primero de Mayo de 1886. La moción se aprobó y se convirtió en una reivindicación también para otras organizaciones no afiliadas al sindicato.

El Primero de Mayo de 1886 los trabajadores debían imponer la jornada de ocho horas y cerrar las puertas de cualquier fábrica que no accediera. La demanda de ocho horas se iba a transformar de una reivindicación económica de los trabajadores contra sus patronos inmediatos, en la reivindicación política de una clase contra otra.

El plan recibió una tremenda y entusiasta acogida. Un historiador escribe: Fue poco más que un gesto que, debido a las nuevas condiciones de 1886, se convirtió en una amenaza revolucionaria. La efervescencia se extendió por todo el país. Por ejemplo, el número de miembros de la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo subió de 100.000 en el verano de 1885 a 700.000 al año siguiente.

El movimiento de las ocho horas recibió un apoyo tan ferviente porque la jornada de trabajo típica era de 18 horas. Los trabajadores debían entrar a la fábrica a las 5 de la mañana y retornaban a las 8 ó 9 de la noche; así, muchos trabajadores no veían a su mujer e hijos a la luz del día. Los obreros, literalmente, trabajaban hasta morirse; su vida la conformaba el trabajo, un pequeño descanso y el hambre. Antes de que los trabajadores como clase pudieran alzar la cabeza hacia horizontes más lejanos, necesitaban momentos libres para pensar y formarse.

En las calles, trabajadores alzados cantaban:

Nos proponemos rehacer las cosas.
Estamos hartos de trabajar para nada,
escasamente para vivir,
jamás una hora para pensar.
Antes de la primavera de 1886 comenzó una ola de huelgas a escala nacional. Dos meses antes del Primero de Mayo, escribe un historiador, ocurrieron repetidos disturbios [en Chicago] y se veían con frecuencia vehículos llenos de policías armados que corrían por la ciudad. El director del Chicago Daily News escribió: Se predecía una repetición de los motines de la Comuna de París.

En febrero de 1886 la empresa McCormick, de Chicago, despidió a 1.400 trabajadores, en represalia a una huelga que los trabajadores de la empresa, dedicada a la fábrica de máquinas agrícolas, habían realizado el año anterior. Los Pinkertons, una especie de policía privada empresarial, vigilaban todos los pasos de los huelguistas, fueron contratados muchos esquiroles, pero la huelga duró hasta el Primero de Mayo. Al mantenerse la huelga y al aproximarse la fecha del día clave que el IV Congreso había señalado, se iba asociando la idea de coordinar esas dos acciones.

Ese día se paralizaron 20.000 trabajadores en distintos Estados, en demanda de la jornada de ocho horas de trabajo. Los trabajadores en huelga de la empresa Mc Cormick también se unieron a la protesta.

El Primero de Mayo era el día clave para exigir el nuevo horario; todos los comentarios y expectativas eran centralizadas en aquella fecha, más aún, se aprovechó el descontento de los trabajadores y la huelga de Chicago.

Aquel día los obreros de los mayores complejos industriales de Estados Unidos declararon una huelga general. Exigían la jornada laboral de ocho horas y mejores condiciones de trabajo.

La prensa burguesa reaccionó en contra de las protestas de los trabajadores; por ejemplo, ese mismo día el periódico New York Times decía: Las huelgas para obligar el cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para paralizar la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país, pero no podrán lograr su objetivo. Otro periódico, el Philadelphia Telegram dijo: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, se ha vuelto loco de remate. Pensar en estos momentos precisamente en iniciar una huelga por el logro del sistema de ocho horas.

Ese Primero de Mayo de 1886 fue tan agitado como se había pronosticado. Se realizó una huelga general en Wilkawee, donde la policía mató a 9 trabajadores. En Louisville, Filadelfia, San Luis, Baltimore y Chicago, se produjeron enfrentamientos entre policías y trabajadores, siendo el acto de ésta última ciudad el de mayor repercusión. Chicago, donde también estaba la huelga de los trabajadores de la empresa Mc Cormick, fue el símbolo de la lucha y el sacrificio de los trabajadores. Allí los sucesos fueron especialmente trágicos. Para reprimir a los huelguistas, la burguesía urdió una provocación: el 4 de mayo en la plaza de Haymarket, donde se estaba celebrando una masiva asamblea obrera, estalló una bomba. Era la señal para que los policías de la ciudad y los soldados de la guarnición local abriesen fuego contra los huelguistas.

Los sucesos acaecidos en Estados Unidos en mayo de 1886 tuvieron una inmensa repercusión mundial. Al año siguiente, en muchos países los obreros se declararon en huelga simultáneamente, símbolo de su unidad y fraternidad, por encima de fronteras y naciones en defensa de una misma causa.

Como resultado de la huelga los patronos cerraron las fábricas. Más de 40.000 trabajadores se pusieron en pie de lucha. Comenzó una represión masiva no sólo en Chicago, principal centro del movimiento huelguístico, sino también por todo Estados Unidos. La burguesía desató una de sus típicas campañas de propaganda de odio hacia la clase obrera y los sindicatos. A los obreros, los encarcelaban a centenares y ocho dirigentes del proletariado de Chicago resultaron procesados: Albert Parsons, August Spies, Samuel Fielden, Michael Schwab, Adolph Fischer, George Engel, Luis Lingg y Óscar Neebe.

El sistema judicial hizo el resto: pasó por alto su propia legalidad y, sin prueba alguna de que los acusados tenían algo que ver con la explosión en Haymarket, dictó una sentencia cruel e infame: siete de los procesados fueron condenados a la pena de muerte, todos excepto Óscar Neebe, que fue condenado a 15 años de prisión. Y eso que se había demostrado plenamente que sólo dos de los procesados estaban en el mitin cuando estalló la bomba.

Aquel crimen legal tenía un solo objetivo: no permitir que se extendiesen las protestas obreras y atemorizar por mucho tiempo a los obreros. Un capitalista de Chicago reconoció: No considero que esta gente sea culpable de delito alguno, pero deben ser ahorcados. No temo la anarquía en absoluto, puesto que se trata de un esquema utópico de unos pocos, muy pocos chiflados filosofantes y, además, inofensivos; pero considero que el movimiento obrero debe ser destruido.



George Engel

En los años ochenta del siglo XIX las acciones de masas del proletariado industrial estadounidense no fueron una explosión espontánea. La importancia de los acontecimientos de Chicago consiste en que en aquel período las luchas de los obreros norteamericanos por mejorar su condición, por la jornada laboral de ocho horas y por el derecho de fundar sus propias organizaciones de clase se hicieron realmente masivas y demostraron cierta madurez de clase de sus participantes. Al movimiento general se sumaron obreros calificados y no calificados, inmigrantes y norteamericanos de origen, sin distinción. En las organizaciones obreras se agruparon cerca de un millón de personas. Puede decirse que ese movimiento culminaba los largos y complicados procesos de formación del proletariado industrial, abría una nueva etapa en la lucha entre éste y la burguesía y daba comienzo al movimiento obrero estadounidense moderno.

En los últimos días de abril de 1886 una parte considerable de las organizaciones obreras había ya presentado su aspiración de conquistar la jornada de ocho horas. Muchas insistían así mismo en lograr incrementos salariales, reconocimiento de los sindicatos, etc. Este movimiento cobró grandes proporciones en los centros industriales más importantes de los Estados Unidos: Chicago, Nueva York, Milwaukee, Cincinnati y Baltimore, donde las organizaciones obreras eran fuertes. Hacia comienzos de mayo en la lucha participaban 340.000 trabajadores. Unos 150.000 de ellos consiguieron que se les redujera la jornada laboral sin recurrir otra vez a las huelgas, puesto que una parte de los patrones accedió a las concesiones reclamadas. Pero los 190.000 restantes tuvieron que declararse en huelga.

El 1 de mayo comenzó la movilización general del proletariado norteamericano. Pese a la carencia de una acción única, la lucha adquirió de inmediato un carácter masivo y enérgico. En Nueva York, la Central Obrera había convocado para esa fecha una manifestación general por la reducción de la jornada laboral. Desde las seis de la tarde unos 20.000 obreros empezaron a ocupar Union Square de forma organizada, llevando banderas, lemas y pancartas. Una marcha con antorchas pasó como torrente de Broadway a Union Square; 40.000 hicieron huelga. En Detroit, 11.000 trabajadores marcharon en un desfile de ocho horas. En Cincinnati, un trabajador describió el mitin inicial: Solamente llevamos banderas rojas... La única canción que cantamos fue 'Arbeiters Marseillaise' [...] Un batallón obrero de 400 rifles Springfield encabezó el desfile. Era la Leher und Wehr Verein, la sociedad obrera ... Todos esperábamos violencia, supongo. En señal de solidaridad, participaron en dicha actividad incluso quienes ya habían conseguido no trabajar más de ocho horas.

En la tribuna se sucedían oradores que en nombre de sus organizaciones apoyaban ese movimiento, entre ellos varios dirigentes sindicales y socialistas. El mitin transcurría con calma. Cierta inquietud cundió cuando en la plaza apareció la policía. Al principio eran más de mil y luego les llegaron refuerzos, pero su presencia no impidió a los obreros terminar el mitin tranquilamente.

Los días siguientes tuvieron lugar otras reuniones. En vista de que la mayoría de los patrones se negaba a satisfacer las reivindicaciones planteadas, 45.000 obreros neoyorquinos comenzaron una huelga. La mayor parte de ellos consiguieron que se les redujera la jornada laboral.

Michael Schwab La indignación crecía. Al día siguiente piquetes organizados, integrado cada uno de ellos por varios centenares de obreros, empezaron a recorrer las empresas de la ciudad con el fin de preparar la huelga general. En Louisville, Kentucky, más de 6.000 trabajadores, negros y blancos, desfilaron por el Parque Nacional violando deliberadamente el edicto que prohibía la entrada de los negros.

Los primeros sucesos alarmantes se produjeron a comienzos de mayo en Milwaukee donde los capitalistas habían hecho caso omiso de las reivindicaciones obreras. Los trabajadores respondieron con manifestaciones y huelgas masivas. El 1 de mayo estaban en huelga ya más de 10.000 obreros. Al anochecer salieron muchos huelguistas y las calles de Milwaukee se llenaron de gente. Se decretó la ley marcial y el ejército comenzó a patrullar las calles.

El gobernador del Estado de Wisconsin convocó una reunión con los empresarios, para discutir las medidas a tomar. Entretanto, la policía comenzó a disolver a los obreros a porrazos. Al mismo tiempo el alcalde y el sheriff de Milwaukee pidieron ayuda militar.

Una parte de las empresas accedió a hacer concesiones; sin embargo, las luchas continuaron. La atmósfera venía cargándose cada vez más. El gobernador envió a Milwaukee grandes contingentes de tropas con la misión de proteger las propiedades de los dueños de la planta metalúrgica local. Atravesando la ciudad, los obreros de esta empresa se dirigieron hacia sus oficinas centrales. Cuando su reivindicación de implantar la jornada de ocho horas fue rechazada, el comité de huelga anunció la huelga. Como respuesta, la empresa despidió a todos los obreros.

Los capitalistas y la milicia tramaron una provocación: habiéndose enterado de que el 3 de mayo debía realizarse una manifestación de todos los trabajadores de Chicago, hicieron correr el rumor de que estaban comprando armas. Pero durante la manifestación fue la milicia quien disparó sus armas de fuego. Entre los obreros cayeron ocho polacos y un alemán. Enseguida se reunió una asamblea pero la policía comenzó a disolver a los obreros y las tropas abrieron fuego. Varios obreros cayeron muertos.

El 6 de mayo la policía y las tropas lograron reprimir una manifestación obrera. Los dirigentes de las organizaciones sindicales y los miembros de los comités huelguísticos fueron encarcelados.

Sin embargo, el movimiento siguió creciendo y Chicago se convirtió en su centro. Las huelgas comenzaron en esta ciudad aún antes del 1 de mayo. Una de ellas, la que tuvo lugar en la fábrica de McCormick, duró varias semanas y fue seguida de un cierre patronal.

A fines de abril se sumaron a la lucha los cargadores de los principales ferrocarriles del oeste: fundaron su sindicato y eligieron un comité de huelga que exigió a los capitalistas la jornada a ocho horas sin reducción de salarios. Los propietarios de los ferrocarriles se negaron y el 30 de abril los cargadores comenzaron la huelga, en la cual hacia el 4 de mayo participaban ya más de 2.500 obreros.

Cuando la Illinois Central Company se negó a satisfacer las demandas mencionadas, sus cargadores abandonaron el trabajo y convocaron una asamblea. Un representante de la compañía amenazó a los huelguistas con el despido, pero ellos no se replegaron y se dirigieron hacia la sede del sindicato.

Los patrones contrataron a esquiroles y obligaron a trabajar en la carga y descarga a los empleados de la compañía con protección de la policía. No obstante, las líneas principales no funcionaban. Los guardagujas, solidarizándose con los huelguistas, se negaron a atender los convoyes cargados por los esquiroles. Una parte de los empresarios empezó a mostrarse propensa a hacer concesiones, pero la mayoría se negaba a satisfacer las reivindicaciones de los huelguistas y decidió combatirlos por todos los medios.

A fines de abril comenzaron a movilizarse los obreros de los talleres ferroviarios, de varias fábricas madereras, del sistema de suministros de gas y los fontaneros. En el movimiento por la jornada de ocho horas participaban también todos los trabajadores de las fábricas conserveras de carne. Cuando centenares de costureras se lanzaron a la calle para sumarse a las manifestaciones, el Chicago Tribune las trató de prostitutas: ¡Amazonas bravas!, decía un titular.

El 1 de mayo se sumaron al paro otros 30.000 obreros de las mayores fábricas de muebles, del cobre, siderúrgicas y madereras. Mayor aún era el número de participantes en las manifestaciones y asambleas. El 3 de mayo, el crecimiento de la huelga era espectacular. En el movimiento participaban más de 340.000 trabajadores por todo el país, 190.000 de ellos en huelga. En Chicago, 80.000 estaban en huelga. Un periódico de Chicago informó: No sale humo de las altas chimeneas de las fábricas y talleres; y todo tiene un aire dominical. El Philadelphia Tribune escribió: Al elemento obrero le ha picado una especie de tarántula universal... se ha vuelto loco. Aquel día dejaron de funcionar dos tercios de las empresas industriales de Chicago. La vida oficial se vio paralizada; el comercio y las operaciones financieras se interrumpieron. La Central Obrera convocó un mitin al que acudieron 25.000 trabajadores y en el que, entre otros, hablaron Spies, Parsons, Fielden y Schwab. Una gran riada de proletarios con sus familias, con ropa de domingo, llenó la avenida Michigan. Pero la calma dominical era engañosa. Escondidos en los callejones, estratégicamente desparramados por los tejados, esperaba la policía, apostada y lista para una guerra. En los arsenales esperaban mil miembros de la Guardia Nacional con equipo especial: ametralladoras Gatling.

Desde que empezó la huelga general, los capitalistas no dejaron de provocar a los obreros y recurrieron a la violencia contra el proletariado. Las porras y las balas fueron utilizadas muy a menudo contra los obreros de Chicago. La milicia y la policía, así como grupos privados de matones armados actuaron con la máxima crueldad. El Comité de Ciudadanos de la burguesía de Chicago decidió que era necesario provocar incidentes para decapitar y aplastar el movimiento. La policía comenzó a atacar a los trabajadores dondequiera que se congregaran. Un reportaje policial declaró que el 2 de mayo una gran fuerza se reunió y se atrevió a poner la bandera nacional patas arriba, izándola al revés, símbolo de la revolución que planeaban hacer contra las instituciones americanas.

Los huelguistas mantuvieron la lucha gracias a su sólida organización; protestaron contra la arbitrariedad institucional y 12.000 trabajadores se reunieron en asamblea cerca de la fábrica de McCormick para exigir que se pusiese fin a los atropellos de la policía. En la asamblea hablaron Parsons y Schwab.

Pero la policía prosiguió actuando como antes, y el día 3 de mayo el sindicato reunió a los huelguistas en las inmediaciones de la misma fábrica para debatir las reivindicaciones a presentar a los burgueses. A petición de los obreros, la Central Obrera de Chicago envió a Spies en calidad de representante suyo en la reunión. Pero Spies no pudo concluir su discurso, porque justamente en aquel momento en la fábrica de McCormick había terminado el turno de día y comenzaron a salir los esquiroles, lo que hizo montar en cólera a los obreros de dicha empresa que estaban en huelga.

Entonces llegó la policía, avisada por la patronal, y se entabló una batalla desigual entre las piedras de los obreros y las balas de la policía. Hasta que los trabajadores se dispersaron y huyeron. Seis cayeron muertos con disparos por la espalda y muchos otros resultaron heridos, entre ellos varios niños. El periódico obrero Arbeiter Zeitung del 4 de mayo lo relató así: De repente, se oyeron disparos cerca de la planta de McCormick y más o menos setenta y cinco asesinos robustos, grandotes y bien comidos, al mando de un teniente gordo de policía, pasaron, seguidos por tres vagones llenos de bestias del orden público.

August Spies Aquel mismo día Spies redactó una octavilla que circuló por todos los barrios proletarios calificando a los capitalistas y policías de asesinos. Dirigiéndose a los obreros, decía: ¡¡¡OBREROS, A LAS ARMAS!!! Vuestros patrones os han enviado a sus sabuesos -policías-, que han matado esta tarde a seis hermanos de la fábrica de McCormick... Han matado a unos pobres desdichados, porque ellos, igual que vosotros, tuvieron el coraje de desobedecer la suprema voluntad de los dueños. Les mataron, porque se habían atrevido a pedir que se les redujera la dura jornada de trabajo. Les mataron para demostraros a vosotros, 'ciudadanos libres de América', que debéis estar satisfechos y contentos con lo que vuestros amos tengan la condescendencia de permitiros, si no quereis ser asesinados. Lleváis años sufriendo las mayores humillaciones; lleváis años sufriendo también unas iniquidades desmedidas... Si sois hombres, si sois hijos de vuestros antepasados que han derramado su sangre por haceros libres, debéis reunir vuestras hercúleas fuerzas y destruir a este hediondo monstruo que pretende destruiros. ¡A las armas, llamamos a las armas!.

Más de mil ejemplares de este texto fueron distribuidos en las numerosas reuniones efectuadas esa misma noche, y surgió la idea de organizar al día siguiente, en la plaza de Haymarket, una concentración de protesta contra las matanzas. La promovió el grupo Lehr und Wehr Verein por iniciativa de Engel y Fischer. Muchos sindicatos la apoyaron.

Al preparar esta nueva asamblea, los organizadores no se proponían oponer su propia fuerza armada a la de la policía. La convocatoria de la asamblea, difundida al día siguiente por la mañana en las organizaciones obreras, llamaba expresamente a protestar con calma, sin entrar en choques con la policía.

La mañana del 4 de mayo, la policía atacó una columna de 3.000 huelguistas. Por toda la ciudad se formaron grupos de trabajadores. A las siete y media de la tarde en Haymarket se celebraba una de las muchas reuniones de protesta, donde se congregaron unos 3.000 obreros. Hablaron Spies, Parsons y Fielden, que criticaron a las instituciones públicas y a los patronos, y no hicieron ninguna incitación a la lucha armada. Los discursos siguieron, uno tras otro, desde la parte de atrás de un vagón de ferrocarril.

Spies, por ejemplo, hablando de cómo venía desarrollándose la huelga general y de los sucesos registrados en las horas anteriores, dijo que las autoridades habían difundido rumores de que el mitin fue convocado para provocar nuevos disturbios, pero que el objetivo real consistía en discutir hechos bien conocidos por todos. Señaló que la culpa de la violencia que acarrean a veces las huelgas, la tenían los patronos, que no reparaban en nada con tal de hacer desistir a los obreros de sus legítimas reivindicaciones. Insistió en que McCormick debía responder por la matanza de varios obreros realizada el 3 de mayo; agregó que en Chicago de 40.000 a 50.000 obreros estaban sufriendo el cierre patronal por no obedecer a un puñado de burgueses y que sus familias se estaban muriendo de hambre.

Habló también del bochornoso papel que venía desempeñando la prensa burguesa de Chicago: tergiversaba los hechos, defendía a los capitalistas y acusaba a los obreros. Spies no exageraba en absoluto. Por ejemplo, el Chicago Tribune calificó de muchedumbre embrutecida a los obreros reunidos en la concentración. Defendía abiertamente al asesino de MeCormick y elogiaba a la policía que había abierto fuego contra los obreros. Al informar al otro día de los acontecimientos en la plaza de Haymarket, el periódico llamó a aplastar el anarquismo y el comunismo porque representaban un gran peligro para la nación.

Parsons describió en la parte principal de su discurso las penosas condiciones de trabajo y de vida de los obreros. Manejando datos irrefutables de estadísticas oficiales, explicó que los obreros reciben sólo el 15 por ciento de los bienes materiales que producen, apropiándose del resto un reducido puñado de capitalistas. El alcalde de Chicago, Carter Harrison, que escuchó a Parsons, dijo que fue un discurso audaz contra el capitalismo.

Óscar Neebe Parsons manifestó que los capitalistas pregonaban con hipocresía que el movimiento por de la jornada de ocho horas era peligroso para la sociedad, pretendiendo justificar de tal modo el trato brutal que daban a los trabajadores: Cada vez que pedís un aumento de salarios, ellos llaman a la milicia, al sheriff y a los hombres de Pinkerton para dispararos, para golpearos con porras y para mataros en las calles. Yo no estoy aquí para tratar de incitar a nadie, sino para exponeros los hechos tal como son, incluso si esto me va a costar la vida antes de que llegue la mañana.

Fielden fue el último orador. Habló de la explotación capitalista y de las atrocidades que se permitía la burguesía para reprimir el movimiento obrero. Los obreros nada pueden esperar de la legislación -dijo-. La ley es solamente un biombo para aquellos que les esclavizan.

En aquel instante comenzó a llover y casi la mitad de los reunidos se marchó de la asamblea, que ya estaba terminando. De repente, cuando solamente quedaban unos 200 asistentes, un destacamento de 180 policías, fuertemente armados, se presentó, situándose junto a la improvisada tribuna. El alcalde, que estuvo en el mitin casi hasta el final, pensó que la policía era completamente innecesaria en la plaza, por lo que fue a comisaría y le dijo al capitán que nadie había instigado a los reunidos a usar la fuerza, que nada que requiriese una intervención policial había sucedido ni sucedería, y que pidió que diese la orden de retirar a la policía de Haymarket. El capitán se negó diciendo que ya había decidido enviar a la policía sobre la base de la información de que disponía.

Pero los policías habían sido instruidos de antemano sobre cómo restablecer el orden. A la policía y a quienes se encontraban detrás suyo no les convenía un desenlace pacífico de la concentración. Existía un plan diseñado con el fin de provocar un incidente serio para utilizarlo luego para destruir al movimiento obrero y acabar con sus dirigentes. La estratagema no falló. Todo sucedió en contados minutos. Uno de los oficiales al mando de la policía se dirigió a los obreros congregados en la plaza exigiendo que se marchasen de allí inmediatamente. Fielden, obligado a abandonar la tribuna, sólo pudo decir en respuesta: Nuestro mitin es pacífico. En aquel instante se vio volar por el aire una bomba, que cayó estallando entre los dos grupos en que estaba dividida la policía. Muchos se desplomaron heridos y uno cayó muerto. Entonces los demás no vacilaron en abrir fuego al azar transformando la plaza en un campo de batalla, descargando salva tras salva contra la multitud, matando a varios e hiriendo a 200. Los obreros, horrorizados, se dispersaron. En el barrio reinaba el terror; las farmacias estaban apiñadas de heridos. Siete policías murieron, la mayoría a causa de disparos de la propia policía.

Pasados varios segundos, la plaza estaba casi vacía: quedaban sólo los que no podían abandonarla: heridos o muertos a causa de las acciones policíacas. Así concluyó la rebelión de Haymarket, como denominaron aquel mitin pacífico.

La burguesía utilizó el incidente como pretexto para desatar su esperada ofensiva en las calles, en los tribunales y en la prensa. Los periódicos, en Chicago y por todo el país, se volvieron locos. Demandaron la ejecución instantánea de todos los sindicalistas. Los titulares bramaban: brutos sangrientos, rufianes rojo, ondea banderas rojas, dinamarquistas. El Chicago Tribune escribió el 6 de mayo: Estas serpientes se han calentado y alimentado bajo el sol de la tolerancia hasta que, al final, se han envalentonado para atacar a la sociedad, al orden público y al gobierno. Por su parte, el Chicago Herald del mismo día expuso: La chusma que Spies y Fielden incitaron a matar no son americanos. Son la hez de Europa que ha venido a estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar la autoridad del país.

El proceso Haymarket

Louis Lingg El estallido de aquella bomba y la muerte de un policía desataron las manos a los mercenarios de la burguesía. Pudo oirse el ensordecedor grito de venganza que emitieron los explotadores. Todas las garantías constitucionales y legales de libertad fueron pisoteadas, todos los derechos personales fueron avasallados, volviendo a imponerse en la ciudad el despotismo arbitrario de la brutal policía de Chicago.

Comenzaron las detenciones y los registros domiciliarios. Fueron apresados todos los militantes conocidos del movimiento sindical y obrero, prohibidas las organizaciones anarcosindicalistas y clausurados sus órganos de prensa. Los directores y editores del Arbeiter Zeitung fueron encarcelados. La policía vigilaba a cuantos intentaban defender a los presos. Quedaron proscritas todas las reuniones obreras. Bajo el pretexto de protegerse contra los atentados, los militares mantuvieron listo para el combate un regimiento de infantería. Los patrones formaron grupos de matones para preservar el orden y la propiedad.

La prensa reaccionaria reclamaba que los dirigentes obreros encarcelados fuesen ejecutados sin demora. El New York Tribune divulgaba el infundio de que los obreros habían estado esperando en la plaza de Haymarket a los policías para vengarse por sus compañeros muertos.

Spies, Fielden, Schwab, Neebe, Fischer, Engel y Lingg fueron detenidos. Todos ellos eran miembros prominentes de la IWPA, pero sólo dos estaban presentes en la asamblea cuando estalló la bomba.

La policía no logró capturar a Parsons pero, al enterarse de que lo reclamaban los tribunales, se sentó por su propia voluntad en el banquillo de los acusados, solidarizándose con sus compañeros. Siendo uno de los dirigentes obreros, su deber era denunciar en público las provocaciones y defender a su clase: Me matarán, pero no he podido quedarme en libertad conociendo que mis camaradas estaban aquí y que habrían de verse castigados por algo de lo que son inocentes igual que yo.

A todos les acusaron formalmente de promover el asesinato de un policía. Pero, en rigor, les instruyeron un proceso por sus ideas políticas. El socialismo, el anarquismo, y hasta el movimiento obrero, se sentaron en el banquillo de los acusados. Ni siquiera lo ocultaban. Por ejemplo, el fiscal declaró lisa y llanamente que Parsons y sus compañeros estaban procesados por haber dirigido las luchas obreras: Ellos son más culpables que los miles que les siguen; condenen a estos hombres para aleccionar a los demás; ahórquenles para salvar nuestras instituciones, nuestra sociedad.

El fallo definitivo lo debía emitir un jurado, que se constituyó el 17 de mayo. Los jurados deberían ser imparciales, pero hicieron caso omiso también de este requisito. La selección de los jurados resultó tendenciosa. Debían de elegirse doce personas para actuar como tales, pero la manipulación del jurado fue escandalosa. El proceso normal de escoger a los jurados por sorteo se descartó de plano; en su lugar se nombró un alguacil especial. Este se jactó: Estoy manejando este proceso y sé lo que debo hacer. Estos tipos van a colgar de una horca con plena seguridad. De mil candidatos presentados sólo seis eran obreros y, por supuesto, fueron rechazados. Más aún, fueron declinadas las candidaturas de cuantos habían tenido algún contacto o habían simpatizado con las organizaciones obreras.

La mayoría de los jurados del caso Haymarket reconocieron que tenían ya una idea preconcebida de los acontecimientos. Todos ellos eran capitalistas o personas muy próximas a los capitalistas, profesaban un odio abierto hacia los obreros y eran firmes enemigos del socialismo.

El proceso comenzó el 15 de julio. Los procesados fueron acusados de haber atentado contra la Constitución, la Declaración de la Independencia y la libertad del pueblo norteamericano, así como de haber participado en un complot y de estar implicados en un asesinato.

A todas luces, el juicio fue un linchamiento legal. Los juzgaron a todos en un juicio conjunto, aunque eran un grupo muy diverso, con ideas políticas de diferentes tendencias, que jugaron papeles muy distintos en los sucesos de mayo.

Los testigos fueron previamente aleccionados. Eran los provocadores Waller, Schrade y Seliger. Pero sus declaraciones resultaron ser poco convincentes. Así, Waller, cuya hermana confesó más tarde que había sido sobornado por el capitán de policía Schaack con una importante cantidad de dinero, debía testificar que los acusados se habían confabulado previamente y habían decidido lanzar una bomba contra la policía en la plaza de Haymarket; pero se confundió en sus declaraciones, pues, al contestar a las preguntas que se le formularon, dijo que la policía se había presentado en la concentración inesperadamente para todos.

Otro testigo de cargo, Gilmer, manifestó que la bomba fue arrojada por Schnaubelt, Fischer y Spies, declaración desmentida por muchos que habían estado en la plaza de Haymarket y dijeron que Spies en aquel instante estaba a la vista de todos, en la tribuna, mientras que Fischer se hallaba en otra reunión. En lo que se refería a Schnaubelt, Gilmer ni siquiera pudo describir su físico.

La cuestión de quién arrojó la bomba se ha debatido pero jamás se ha resuelto. Parece que fue Rudolf Schnaubelt y que la fabricó Louis Lingg, quien ciertamente defendía a gritos el uso de la dinamita. Una importante pregunta es si Schnaubelt era un luchador callejero anarquista que fue a atacar a los policías asesinos, o si era un agente provocador de la policía. Los hechos son contradictorios. Se ha probado, sin embargo, que la policía lo detuvo dos veces después de Haymarket y lo soltó. Como mínimo esto indica que a la policía no le interesaba someter a juicio a la persona que soltó la bomba; su verdadero blanco era la dirección de la rebelión, no un perpetrador secundario y ciertamente no un agente policial. Schnaubelt desapareció de Chicago.

Así fueron los testigos de cargo. Pese a que las declaraciones que hicieron eran evidentemente falsas, los acusadores no admitieron ninguna prueba en contrario. Y como las pruebas de cargo eran muy endebles, se valieron de fragmentos de los discursos que habían pronunciado los acusados en distintas reuniones y de los artículos que habían publicado en la prensa obrera.

El juicio duró varios meses. Amenazaron y sobornaron a varios trabajadores para que dieran testificaran sobre conspiraciones de todo tipo. Del tribunal manaban relatos sensacionalistas para excitar al país. El asunto era claro, las palabras del fiscal Grinnell hablaban por sí mismas: La ley está en juicio. La anarquía está en juicio. El gran jurado ha escogido y acusado a estos hombres porque fueron los dirigentes. No son más culpables que los miles que los siguieron. Señores del jurado, condenen a estos hombres, denles un castigo ejemplar, ahórquenlos y salven nuestras instituciones, nuestra sociedad.

A los acusados les llamaron a declarar antes de notificarles la sentencia. Un periodista escribió: No muestran ni arrepentimiento ni remordimiento y en su mente torcida es la sociedad la que está en juicio, no ellos. Los discursos que pronunciaron los procesados, igual que su comportamiento, fueron un ejemplo admirable de valentía y entereza. No sólo desmintieron tajantemente las acusaciones formuladas, sino que también denunciaron el intríngulis político del proceso amañado por la burguesía.

Spies dijo ante el tribunal que el proceso había demostrado que cualquiera podía ser acusado de conspiración en aquel país, e incluso de asesinato; que eso era válido para cada miembro de los sindicatos o para cualquier organización obrera. Calificó el veredicto de arbitrariedad total. Volvió a subrayar que la única culpa suya y de sus compañeros consistía en volcarse en el movimiento por acabar con la opresión y los sufrimientos de los trabajadores. Reconoció que habían llamado al pueblo a prepararse para los cambios impetuosos que iban sobrevenir y que precisamente por eso iban a ser condenados. Resumiendo sus principios revolucionarios ante el tribunal. Spies concluyó con estas palabras: Bueno, estas son mis ideas... Si Ustedes piensan que pueden borrar estas ideas que están ganando más y más partidarios con el paso de cada día, si Ustedes piensan que pueden borrarlas ahorcándonos, si una vez más Ustedes imponen la pena de muerte por atreverse a decir la verdad... Yo los reto a mostrarnos cuándo hemos mentido... Si la muerte es la pena por declarar la verdad, pues pagaré con orgullo y desafío el alto precio. ¡Llamen al verdugo!.

Advirtió a la burguesía de Estados Unidos que se equivocaba creyendo que, al ahorcarles, podría destruir el movimiento obrero, en el cual buscaban su salvación millones de hombres que no recibían en pago de su trabajo más que penas y miseria. Apagarían la chispa pero ya habían prendido las llamas, y los capitalistas serían impotentes para sofocarlas. Concluyó diciendo que si la muerte era el castigo por haber revelado la verdad, él pagaría con orgullo y sin miedo aquel precio.

Fischer, después de demostrar que no estaba implicado en la explosión de la bomba el 4 de mayo, dijo que él y sus camaradas eran condenados a la pena capital por las ideas y convicciones que propugnaban: Este veredicto es un golpe mortal contra la libertad de palabra, la libertad de prensa y la libertad de pensamiento en este país; y el pueblo tomará conciencia de ello también.

Lingg declaró que la conspiración que se les imputaba no era sino la de la unidad de convicciones en su actitud hacia el sistema capitalista. Dijo que el fiscal y los jueces estaban actuando contra su propia legalidad en aquel proceso, que estaban sobornados. Exclamó: Repito que soy enemigo del 'orden' de hoy y repito que, con todas mis fuerzas, mientras tenga aliento para respirar, lo combatiré... Les odio a ustedes, a su orden y a sus leyes; odio su poder que se sostiene sobre la fuerza. ¡Ahórquenme por ello!.

Albert Parsons El discurso de Parsons, el tribunal lo tuvo que oír en dos sesiones: el 8 y el 9 de octubre. Habló detalladamente sobre la lucha que había venido librando el proletariado norteamericano contra el yugo capitalista, expuso la historia del socialismo y el anarquismo en Estados Unidos y se detuvo en el trabajo que había realizado junto con sus compañeros en el seno de la clase obrera.

Demostró cuál era el verdadero intríngulis del complot: el movimiento en pro de la jornada de ocho horas había comenzado a tomar proporciones colosales y la burguesía se asustó, las bolsas se vieron convulsionadas por el temor a una rápida caida de precios en el caso de que la huelga a favor de la jornada de ocho horas tuviera éxito. Las industrias permanecían paralizadas porque miles de obreros estaban parados, envueltos en el movimiento de las ocho horas. Debía hacerse algo para parar este movimiento... que tenía la mayor fuerza en el oeste, en Chicago, donde 40.000 obreros estaban en huelga por las ocho horas de trabajo... algo para darles un escarmiento, una lección que, al decir del Times, obligara a los demás a ceder... Repito que los hombres de Nueva York que fueron capaces de sugerirlo, son también capaces de llevarlo a efecto. ¿Acaso ésto no les cuesta a ellos millones de dólares anuales?.

Parsons denunció la farsa que habían montado los testigos, el fiscal y el juez, y demostró que todo el proceso era una conspiración financiada por los capitalistas de Chicago. En la cárcel, poco antes de ser ejecutado, terminó un libro en el que expuso sus ideas sobre la evolución de la sociedad. Su viuda, simpatizante de los revolucionarios, consiguió publicar los discursos de los ejecutados, los documentos del proceso y el libro de su compañero. Los militantes sindicales lograron editar dicho libro en Chicago en 1887, año en que en Londres fueron impresos también los discursos que habían pronunciado ante el tribunal. En esta última publicación se narraba la historia del movimiento a favor de la jornada de ocho horas y los sucesos que tuvieron lugar en la plaza de Haymarket en mayo de 1886.

Estaba absolutamente claro que a los procesados se les incriminaba por sus convicciones políticas. Como comentaría más tarde uno de los abogados defensores, todo el mundo sabía que los conocidos capitalistas que integraban dicho jurado habían sido seleccionados con un fin predeterminado.

El 20 de agosto el jurado dictó el fallo previsto. Pese a que se había comprobado de facto la inocencia de los acusados, siete de ellos fueron condenados a la pena capital, y Óscar Neebe, a 15 años de trabajos forzados. La apelación que elevaron los defensores para que el caso fuese revisado, resultó inútil.

No es de extrañar que la prensa y los círculos gobernantes manifestasen su satisfacción. La burguesía de Chicago y de todo el país cantaba victoria con el mayor cinismo. El Chicago Tribune habló de la satisfacción general con que fue acogido el veredicto y lo calificó de una prueba de que la legislación de Estados Unidos es lo suficientemente poderosa como para proteger a la sociedad contra las conspiraciones de los asesinos extranjeros organizados, sosteniendo a continuación que la importancia de dicho veredicto se extiende más allá de los límites locales, puesto que no sólo extirpó el anarquismo en Chicago, sino que también ha advertido a toda esta camada de víboras del Viejo Mundo, a los comunistas, a los socialistas, a los anarquistas... que no pueden venir a este país y abusar de su hospitalidad y de la libertad de palabra.

Esto demuestra el motivo real de la pena impuesta a los sindicalistas: calumniar y confundir a las masas con la campaña de prensa; castigar a los dirigentes de los trabajadores y, finalmente, destruir al propio movimiento obrero. La burguesía de Estados Unidos trataba de convencer a la clase obrera de que el socialismo era ajeno al país y que carecía de cualquier perspectiva de futuro.

La noticia de los sucesos de Chicago se divulgó por todo el mundo. En Alemania, la reacción de los trabajadores contra el proceso de Haymarket perturbó tanto a Bismarck que prohibió toda reunión pública. Los sindicalistas encarcelados recogieron numerosísimas muestras de simpatía y solidaridad. El gobernador de Illinois recibió de todos los países peticiones, firmadas por individuos y también en nombre de organizaciones enteras, para que indultase a los condenados.

Adolfo Fscher El proletariado norteamericano vio una vez más la fisonomía verdadera del Estado burgués. La mayoría de ellos, pese al terror desatado contra sus organizaciones a raíz de estos acontecimientos, manifestó su indignación por el veredicto. Los internacionalistas calificaban las acciones de las autoridades de Chicago de atentado contra las propias organizaciones obreras.

El Congreso del Partido Obrero Socialista reunido en septiembre de 1887 declaró que consideraba injusto el fallo, puesto que había sido impuesto por el odio de clase. En la resolución adoptada se decía: Todos admitieron que ninguno de los condenados había arrojado la bomba... y nosotros no podemos hallar conexión alguna entre las ideas que profesa una persona y los actos de un desconocido, porque es un hecho que hasta ahora nadie sabe quién arrojó la bomba. No podemos comprender cómo es posible conocer los motivos que guiaron a esta persona desconocida. De acuerdo con los testimonios, el mitin en el cual fue lanzada la bomba, era pacífico y hubiera terminado de una manera pacífica, si la policía no hubiera intervenido ilícitamente para disolverlo. Por eso declaramos que el fallo es una agresión contra la libertad de expresión y contra la libertad de reunión, y que la ejecución será un asesinato judicial.

En octubre de 1886 el semanario de la Orden de los Caballeros del Trabajo comenzó a publicar las autobiografías de los mártires de Haymarket condenados a muerte en el tribunal de Illinois por haberse valido de la libertad de expresión.

Un sindicato obrero neoyorquino y 14 dirigentes del movimiento sindical, hicieron un llamamiento a las organizaciones obreras instándolas a que realizaran manifestaciones y concentraciones de protesta contra el veredicto judicial.

El 20 de octubre se celebraron concentraciones obreras en Nueva York, Chicago y otras ciudades. Sin embargo, este movimiento de protesta contra la sentencia y contra la ofensiva que había lanzado la burguesía no pudo cobrar grandes proporciones, por carecer de una dirección única y combativa. Esto permitió a la burguesía norteamericana ensañarse fácilmente con los sindicalistas de Chicago.

Pese a las numerosas protestas que elevaron las organizaciones obreras de Estados Unidos y de Europa, así como la opinión pública progresista norteamericana exigiendo anular el ilícito veredicto, lo único que se logró fue que la pena capital de Fielden y Schwab fuese sustituida por la de cadena perpetua. Louis Lingg apareció muerto en su celda: un fulminante de dinamita le voló la tapa de los sesos. No se sabe si fue un acto final de desafío; sin embargo, se rumoreaba que iban a suspender su ejecución, así que es probable que su muerte fuera un asesinato. Era un joven de 21 años.

El 11 de noviembre de 1886, denominado luego el Viernes Negro, fue el día programado para la ejecución de los cuatro restantes: Parsons, Spies, Engel y Fischer. Los periódicos de Chicago vibraban con rumores de que iba a estallar una guerra civil en las calles. El medio millón de personas que asistieron al cortejo fúnebre es testimonio de que el nerviosismo de la burguesía estaba justificado. Parece que se propusieron planes de atacar la cárcel. No obstante, los condenados hicieron que sus compañeros no lo llevaran a cabo.

Al mediodía, los cuatro revolucionarios se presentaron ante la horca con togas blancas. Estos héroes dirigieron sus últimas palabras a sus hermanos de clase. Spies habló, mientras le cubrían la cabeza con la capucha: Llegará un tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que ustedes estrangulan hoy. Parsons gritó: ¡Déjame hablar, sheriff Matson! ¡Que se oiga la voz del pueblo!. El nudo corredizo se apretó en su cuello silenciándolo.

Los ejecutados y Lingg, fallecido en la cárcel, fueron enterrados en el cementerio de Waldheim, de Chicago. Sus funerales desembocaron en una gigantesca manifestación de solidaridad obrera: 500.000 personas acudieron a rendir el último tributo a aquellos héroes del proletariado de todo el mundo, verdadero ejemplo de abnegación revolucionaria.

Durante muchos años los obreros y los medios democráticos reclamaron la revisión del caso Haymarket. En 1893 el nuevo gobernador indultó a Fielden, Schwab y Neebe que estaban presos. Al dictar el acta de indulto, señaló que estos hombres, igual que sus compañeros, eran inocentes y que el castigo que recibieron había sido resultante de una flagrante violación de las normas jurídicas.

En el mismo año de 1893 los obreros de Chicago erigieron un obelisco sobre la tumba de los mártires de Haymarket.

inicio Programa Documentos hemeroteca