La nueva OTAN:
La otra cara del Pacto de Washington

A. Hernández
Antorcha núm 7, febrero de 2000

El panorama de las relaciones interimperialistas esta que arde, precisamente cuando los heraldos de la guerra humanitaria nos habían prometido una larga etapa de estabilidad mundial. Los incendiarios son los mismos que en abril de 1999 habían decidido, tras la firma del Pacto de Washington, repartirse el mundo equitativa y amigablemente, convirtiendo el planeta en un inmenso campo de concentración, en esa especie de aldea global controlada por la mano de hierro de las intervenciones militares otanistas. Con la configuración de la nueva OTAN y los planes de la UE de formar en el menor tiempo posible su propia organización militar, nos encontramos ante una situación en la que, como ya comentan algunos analistas, los movimientos sísmicos y los huracanes que se preparan en el seno de la comunidad internacional no van a tener nada que envidiar a los que ha desatado la naturaleza en los últimos meses.

Con el Tratado de Washington las potencias imperialistas integradas en la OTAN mostraron claramente sus intenciones de convertirse en gendarmes del planeta; era una declaración de guerra contra todos los pueblos y contra aquellos Estados que no se sometiesen a su vasallaje y se resistiesen a aceptar las nuevas normas de dependencia y saqueo. Aquel Pacto declaró abiertamente su patente de corso para actuar en cualquier parte del mundo mediante la nueva divisa de administrar la guerra para preservar la paz, inaugurando una nueva etapa, superior, de la barbarie imperialista. Se trataba, a fin de cuentas, de acordar en el papel un nuevo reparto del mundo. Para llevarlo a cabo se pondría en marcha, aparte de los ya habituales chantajes, bloqueos, etc., una estrategia consistente en desestabilizar países o áreas regionales enteras y atizar los conflictos y las rivalidades entre los pueblos, con el fin de pasar después a pacificarlos de la forma humanitaria que todos sabemos; después vendría el reparto del botín de acuerdo con el nivel de participación de cada cual. Esta era una de las caras de ese Pacto que convulsionó al mundo.

Pero en el reverso de esa moneda estaban los nuevos elementos que iban a echar mucha más leña al fuego de las contradicciones interimperialistas existentes hasta ese momento. A las rivalidades y disputas entre las principales potencias integradas en la OTAN, cada vez más agudas, se les iban a unir nuevos contenciosos, algunos de gran calado. El primero, y el que más saltaba a la vista, era que se trataba de un Pacto demasiado yanqui; un Pacto que estaba programado y gestionado por EEUU, lo mismo que las grandes líneas estratégicas de la nueva OTAN. El gran hermano quería hacerse valer y mostrar, una vez más, a sus socios de correrías, sus pretensiones hegemonistas, para dejar claro que él (como sucedió en el conflicto de Kosovo, terminado oficialmente un día antes de celebrarse la Cumbre de Washington) no estaba dispuesto a compartir el liderazgo de la OTAN con nadie y mucho menos a transigir con las deslealtades y competencias de algunos de los Estados integrados en la Alianza.

La situación no era nueva. Este Tratado venía a ser el resultado de varias Cumbres -a las que se unían diversas Conferencias al más alto nivel y el reajuste de no pocos acuerdos bilaterales de EEUU- celebradas en los últimos años, y en las que el gendarme yanqui había llevado la voz cantante en medio de constantes refriegas con los demás socios otanistas, especialmente con los más poderosos, que veían cómo EEUU pretendía hacer lo mismo que durante los años de la guerra fría: continuar decidiendo la política imperialista mundial y asegurarse el control de uno de sus más relevantes instrumentos: la OTAN.

Las consecuencias de estas pretensiones iban a sucederse una tras otra. Los planes de formación de la nueva OTAN -no pocos de los cuales habían sido ensayados en los laboratorios de la guerra del Golfo, en las sucesivas guerras balcánicas y en algunos que otros conflictos en los que el imperialismo yanqui siempre ha llevado la batuta militar- tienen bastante que ver con el reforzamiento de las estructuras y el despliegue militar del imperialismo yanqui en buena parte del mundo. Lo mismo se podría decir del famoso Nuevo Concepto Estratégico (tan nuevo que ya había sido puesto en marcha en 1991) y que se había ido construyendo y perfilando en las salas del Pentágono, que es donde se incuban, y seguirán incubándose, las decisiones de la OTAN mientras ésta siga existiendo.

Pero en la misma Cumbre de Washington surgieron otras divergencias que no han cesado de agravarse desde entonces. Se trata de los planes de ampliación de la Alianza imperialista a diversos países del Este, programados en exclusiva por EEUU, que no se anduvo con reparos a la hora de poner en la primera línea de entrada a Ucrania, Bielorrusia y a la misma Estonia, países que tienen mucho que ver, por una parte, con el intento de dificultar el expansionismo alemán hacia el Este y, por otra, con la preparación de su propio terreno -vía OTAN- para el asalto, en su momento, al botín ruso. A esto hay que sumar las presiones de EEUU para tratar de dificultar la puesta en marcha del aparato militar europeo y sus pretensiones indisimuladas de convertirlo en un apéndice de la organización otanista. Otra cuestión de no menor importancia era el negarse a admitir cualquier rearme fuera de los programados por la propia Alianza; así mantenía su superioridad militar no sólo en lo que a cantidad de armamento se refiere, sino también en cuanto a calidad, ya que se frenarían las investigaciones europeas en el terreno de la tecnología militar. Quedaba claro para todo el mundo que lo que EEUU buscaba era que el resto de los Estados integrados en la Alianza imperialista estuviesen en una posición de dependencia con respecto a su arsenal militar y, por lo tanto, en inferioridad; al final sólo se consiguieron medios acuerdos que inmediatamente se convirtieron en papel mojado ya que Alemania, junto con otros Estados europeos, proseguiría su propia carrera armamentista.

Lo cierto es que desde la II Guerra Mundial no habíamos asistido a una polarización tan clara de los antagonismos interimperialistas; de ello dan muestra los continuos enfrentamientos entre los europeístas, capitaneados por Alemania, con el apoyo destacado de Francia, y los denominados aliancistas, comandados por el anfitrión de aquella Cumbre y su esforzado lugarteniente, Gran Bretaña. Y este cuadro a dos bandas está tomando tal cuerpo que no faltan ya los que aseguran que sobre él, vaivenes y reajustes aparte, se están conformando decididamente los bloques militares antagónicos de un futuro no muy lejano, por lo menos en lo que al escenario bélico europeo y a su entorno inmediato se refiere.

Por eso, se puede asegurar que el Tratado de Washington, lejos de ser un armonizador en la política de rapiña y de saqueo imperialista, como sostienen los portavoces de la OTAN, va a destapar mucho más la caja de los truenos mundiales. Por lo pronto, este Pacto tiene ya sembradas suficientes minas en su línea de flotación como para hacerlo volar en mil pedazos. De poco les van a valer las normas de obligado cumplimiento y las Conferencias periódicas para ir regulando los contenciosos, cuando lo que está haciendo cada Estado integrado en la Alianza es tratar de fortalecer sus posiciones a costa de debilitar las del competidor, en un escenario en el que las intrigas, las confabulaciones y las acusaciones mutuas se entremezclan con los acuerdos hasta el punto que no se sabe donde empiezan unas y donde acaban los otros. Los planes para un nuevo reparto de extensas áreas del mundo y las intervenciones militares, más complejas y costosas que las llevadas a cabo hasta la fecha, van a echar más leña al fuego de sus rivalidades. ¿Cuánto tiempo tardarán las principales potencias en meterse abiertamente unas en el terreno y en las decisiones de las otras, en sus áreas de influencia y de mercado?, ¿quién determinará qué país o área regional hay que desestabilizar, cercar y terminar agrediendo militarmente sin que ello desencadene un conflicto añadido?, y no digamos nada sobre esa forma proporcional de reparto del botín que han establecido.

Podemos estar seguros que este Tratado, este nuevo Pacto de Munich, como en su día fue calificado por nuestro Partido, acabará siendo arrojado al basurero de la Historia. De nada sirven los intentos de querer equipararlo, por su importancia y trascendencia, con el que dio origen a la creación de la OTAN en 1949. Aquel Pacto tenía como principal misión agredir a la URSS y a los demás países del campo socialista, y era precisamente la presencia de la URSS y de este campo socialista, de ese poderoso enemigo común a todos ellos, al que se unía un movimiento revolucionario extendido por buena parte del mundo, lo que hacía que las contradicciones interimperialistas quedasen mitigadas, ocupando un lugar secundario. Ahora, el escenario mundial es muy diferente, la compuerta que ha dado paso al estallido de esas contradicciones hace tiempo que ha quedado abierta de par en par, es el momento de la preparación de la guerra de todos contra todos; de ahí que cualquier intento por frenar esta tendencia al enfrentamiento no cosechará más que fracaso tras fracaso. De momento, lo que está claro, y de ello se vienen haciendo eco algunos medios de comunicación, es que nunca se había puesto en marcha un Pacto con tantos contenciosos y tantas infidelidades por parte de los firmantes.

Nueva OTAN, viejos problemas

No es de extrañar que, tras esta borrascosa Cumbre, la máquina de guerra aliancista comenzara a emitir chirridos. Hasta los voceros que habían sostenido que estábamos ante una OTAN con futuro, capaz de durar 100 años, unos meses después empezaron a mostrar su preocupación: las reformas de la OTAN dejan entrever serias divergencias, los planes de formación de la nueva Alianza se ralentizan, el reparto de papeles en los cuarteles de mando es objeto de controversias, etc. La OTAN volvía a ser un marco de las rivalidades y disputas imperialistas, algo que ha venido sucediendo desde que, a principios de los años 90, con el final de la guerra fría, encontró una nueva justificación a su existencia, una nueva redefinición a su estrategia y estableció un nuevo ámbito de actuación; eso sucedió en la Cumbre de Roma, celebrada en 1991, cuando se produjo el primer gran viraje de la Alianza, cambiándose una parte del articulado fundacional y la directiva político-militar del Equilibrio Estratégico por el Nuevo Concepto Estratégico.

Desde entonces, los problemas, las deslealtades e incluso las insubordinaciones en el seno de la Organización Atlantista han estado a la orden del día, llegando en algunos momentos a poner en entredicho hasta su misma existencia. La desestabilización de la Alianza nacía y se desarrollaba en su interior. Por una parte, los EEUU mantenían su intención de sostener a toda costa la existencia de la OTAN, con el fin de convertirla en un apéndice de sus pretensiones hegemonistas en todo el mundo; no en vano las líneas fundamentales de la Nueva OTAN eran una prolongación de la llamada Fase de Pausa Estratégica, un conjunto de planes de gran alcance mediante los cuales el imperialismo yanqui no sólo trataba de extender su dominio en el Tercer Mundo y preparar todas las condiciones para adueñarse de Rusia y de otras repúblicas ex-soviéticas, sino también fortalecer sus posiciones dentro de los países capitalistas más desarrollados, entre los que se encontraban sus principales competidores y, naturalmente, todos sus socios de la Alianza, clavando sus garras más fuertemente, si cabe, en el viejo continente. De esta manera, la OTAN que comenzaba era, principalmente, lo mismo que la vieja, un instrumento del imperialismo yanqui.

Por otra parte, estaban el resto de los socios aliancistas, a los que también se les habían despertado sus apetitos expansionistas, especialmente en el caso de Alemania, que se estaba haciendo con las riendas de la CE y había comenzado a ampliar su espacio vital con los excelentes resultados que todos conocemos. Los EEUU empezaban a encontrarse con serias dificultades en el paseo militar que preveían; dificultades agravadas, además, por la enorme crisis económica en la que estaban sumergidos, lo que entorpecía sus movimientos y proyectos de intervención militar a gran escala. Es en ese momento, cuando los jerifaltes de Washington decidieron calmar las aguas de lo que ya comenzaba a denominarse el problema europeo. Se llegó así a la Cumbre de Bruselas, celebrada en 1994, cuando la OTAN atravesaba por su peor momento desde la caída del muro; de ella salieron tres acuerdos: aligerar la presencia de tropas estadounidenses en territorio europeo y reestructurar nuevamente la organización en su conjunto, crear la nueva identidad militar europea en el seno de la OTAN y ampliarse hacia los países del Este. Así se produciría el segundo gran punto de viraje de la nueva Alianza.

A partir de aquí se estableció la directiva estratégica Asociación para la Paz (APP), con la que se acordaba mantener la estabilidad de Europa (los Balcanes eran ya un hervidero de problemas donde chocaban los diferentes intereses imperialistas); con esta directiva se ponía en marcha la máquina de guerra otanista para intervenir en esa zona y se daba un gran empuje al cerco a Rusia. Junto a todo esto empezaron a funcionar el Estudio a Largo Plazo (LTS) y el Concepto de Agrupaciones de Fuerzas Conjunto-Combinadas (CJTF), en los que se encontraban ya presentes las grandes líneas, tanto estratégicas como de la organización militar propiamente dicha, que años después desembocarían en el plan de la OTAN de convertirse en el gendarme mundial. En ese momento el aliancismo de los socios otanistas había subido de grados y, quien más o quien menos, estaba echando ya las cuentas de su parte en el botín, sobre todo EEUU que, además, había conseguido frenar las tendencias centrífugas dentro de la Alianza.

Esta situación fue interpretada por algunos gobiernos europeos como una europeización de la OTAN, como una muestra de que EEUU aflojaba la presión y el control que venía ejerciendo sobre ella; ese momento fue aprovechado por Francia -que no se encontraba dentro de la estructura militar de la Alianza-, para implicarse en las misiones de paz, incorporando sus tropas a las fuerzas multinacionales de agresión, y poder participar así en el reparto del botín. Pero esta participación de los imperialistas franceses iba a introducir otro elemento de discordia más dentro de los planes de la OTAN, ya que algunas de sus iniciativas pronto iban a chocar con el gendarme yanqui.

No tardarían mucho los aliados europeos en convencerse de que una cosa eran los acuerdos y otra su ritmo de aplicación e incluso la interpretación de los mismos. EEUU volvía a las andadas, aprovechándose de su influencia sobre determinados Estados, como Gran Bretaña, socio destacado de la Alianza y segundo en importancia en el organigrama de mandos, y de las propias divisiones y antagonismos existentes entre otros Estados europeos; además, Alemania no estaba todavía en condiciones de revolver demasiado la olla otanista. El resultado fue una reducción simbólica de las tropas yanquis acantonadas en Europa, una mínima reducción de su arsenal bélico, sin mover, por supuesto, ni un sólo misil nuclear de los muchos y de todo tipo de que dispone en el viejo continente, y el desmantelamiento de algunas de sus bases para trasladar sus efectivos e infraestructuras a otras. De esta manera, y pasado el tiempo, EEUU se habría de presentar a la firma del Pacto de Washington contando con el 65% de los efectivos humanos de que dispone el conjunto de la OTAN en las llamadas fuerzas de reacción rápida, las principales fuerzas especializadas en operaciones de agresión.

Si ya hemos visto en lo que quedaba la reducción de la presencia militar estadounidense en Europa, lo mismo iba a suceder con respecto a los acuerdos establecidos para poner en manos de la UEO (Unión Europea Occidental) una parte de los medios militares de que disponía la OTAN cuando los aliados europeos lo necesitasen; un acuerdo con el que los EEUU pretendían salir al paso de las exigencias de los europeístas de dotarse de una cierta autonomía militar, aunque eso sí, dejando muy claro de entrada -como así lo manifestaría por aquel entonces el Secretario de Estado norteamericano-, que habría muy pocas operaciones europeas en las que EEUU no quiera o no pueda intervenir; tan pocas como que en la intervención militar en Bosnia -la primera de envergadura en Europa desde el final de la guerra fría-, no sólo fueron los imperialistas yanquis los que decidieron cuándo y cómo llevarla a cabo, sino que también sus tropas fueron las que estuvieron en primera línea. Y es que EEUU nunca estuvo interesado en potenciar a la UEO, ya que esto sólo podía significar una vía de escape para los Estados europeos a la hora de realizar sus propias operaciones militares, algo que entraba en contradicción con su papel preponderante en la Alianza y con la unidad de la misma. Ya en 1991, el experto del Pentágono, Wolfowitz, había manifestado: Tenemos que impedir a Europa que desarrolle un sistema de seguridad exclusivamente europeo que podría desestabilizar la OTAN.

De ahí que los planes para avanzar en la identidad militar europea se convirtieran en un fiasco. Desde su formación en 1954, la UEO no ha dejado de ser más que una seudo-organización militar, hasta tal punto que todos los países integrados en ella han canalizado sus fuerzas militares no a través de la UEO, sino de la OTAN. Esta pretendida organización europea de defensa sigue careciendo en la actualidad de tropas y sólo cuenta con algunas instalaciones de satélites, con centros de estudios estratégicos y con unas estructuras de mando poco menos que simbólicas por no decir fantasmales. Pero el que la UEO fuera inoperante en el terreno propiamente de intervención militar no quería decir que, para el imperialismo yanqui, sus aliados europeos no tuvieran que cumplir un papel de primer orden. Su misión consistía en pagar buena parte de los costes del aparato de la Alianza y poco menos que la totalidad de las nuevas aventuras militares en Europa, ya que ellos no estaban para muchos dispendios. A eso se referían los continuos alegatos de los imperialistas yanquis cuando instaban a sus aliados europeos para que aumentaran su contribución a la existencia de la OTAN, todo eso adobado, claro está, con la promesa de otorgar a Europa cierta autonomía militar. Es decir que EEUU ponía la estrategia e incluso las fuerzas militares y Europa el dinero porque, según declaraban los jerifaltes del Pentágono, EEUU no estaba haciendo más que sacar las castañas del fuego a sus aliados europeos, ayudándoles a mantener la estabilidad en su patio trasero, incluido el de la siempre explosiva Rusia.

Todo esto no hizo más que ir recrudeciendo los viejos problemas, y añadiéndoles otros nuevos, llegándose a hablar hasta de la existencia de un juego de intrigas y contraalianzas dentro de la misma OTAN que atentaban contra su unidad.

El desafío euro-alemán

La Nueva Alianza ha visto desfilar durante estos últimos años toda una serie de intentos de crear organizaciones militares imperialistas independientes de sus propias estructuras. Entre los más significativos se encuentran el pacto bilateral para la formación del cuerpo de ejército franco-alemán acordado en 1991. La creación, en 1995, del llamado Euroejército del Sur formado por Francia, Italia, España y Portugal y cuyo objetivo era integrar una fuerza terrestre de acción rápida y otra marítima, claramente dirigidas a controlar el Mediterráneo y el Magreb lo que entraba en franca competencia con las prerrogativas sobre el Flanco Sur determinadas por la OTAN. En 1996, se constituye el Eurocuerpo, integrado por Alemania, Francia, Bélgica, España y Luxemburgo, que a pesar de que nunca ha tenido una significativa relevancia militar, siempre ha mantenido abierta una especie de caja de reclutamiento para que cualquier Estado se pueda adherir a sus estructuras y proyectos. Muy poco después, se vuelve a relanzar, a través de la UEO, la formación del aparato militar europeo, llegándose a un acuerdo con la OTAN, mediante el cual se establecía el principio de que serían fuerzas separadas aunque no separables y que la conducción de las operaciones militares se llevaría a cabo con mandos de doble gorro (OTAN y UEO); sin embargo, este proyecto, como todos los que han intentado ser canalizados a través de la UEO, quedaría inoperante. A todo esto se unirían una serie de Pactos bilaterales, a partir de los cuales las maniobras militares conjuntas y la fabricación coordinada de armamentos cobraban cada vez más relevancia, lo que seguiría socavando la cohesión aliancista.

Frente a estos movimientos, EEUU se propuso reforzar aún más su poder en la Alianza; esto se vió tras la Cumbre de Madrid, celebrada en 1997, cuando los acuerdos, propuestos por los Estados europeos, de establecer diversas reformas en las estructuras de mando y un funcionamiento más participativo y equitativo se quedaron en papel mojado. Resultado de este golpe de timón, como se calificó entonces, fue el copo que los generales estadounidenses hicieron del Mando Supremo para Europa (SACEUR) y el acaparamiento de la dirección de una buena parte de los Cuarteles Generales Regionales (los segundos en importancia), bien directamente o a través de sus más fieles aliados, dejando para el resto de los Estados miembros los cuarteles de menor nivel. Al mismo tiempo, EEUU pasaba a controlar de forma exclusiva el Organismo de iniciativas estratégicas, el Programa de nuevas incorporaciones e iba a determinar las zonas críticas a las que hay que prestar una vigilancia especial; zonas que, naturalmente, tienen mucho que ver con los escenarios de fricción y de rivalidad que mantiene con algunos de sus aliados. Y como remate a todo esto se destapó el escándalo del llamado Sistema Echelon -Red Escalón por otro nombre-, la famosa red de espionaje yanqui en Europa creada en los tiempos de la guerra fría frente a los países del Pacto de Varsovia, y que ahora se dedica a espiar a los Estados europeos de la Alianza. El bandazo yanqui fue tan espectacular y descarado que el europeísmo ganó para su causa a un buen número de Estados que hasta ese momento se habían mantenido dubitativos ante la oferta de aceptar la protección yanqui o el tutelaje más o menos encubierto de la Gran Alemania.

La cuestión es que EEUU había vuelto a imponer su diktak, de tal manera que, a las puertas de la Cumbre de Washington -el tercer gran punto de viraje en la configuración de la Nueva OTAN-, tenía tanto poder dentro de ella como al final de la guerra fría. La última guerra balcánica, con la agresión militar a Yugoslavia, lo vendría a confirmar. Allí, el gendarme yanqui, que tomó en sus manos el peso mayor de las operaciones militares, quiso dejar bien claro que no sólo no estaba dispuesto a que Alemania se metiera en sus áreas de influencia, colocándole un tapón militar que le dificultara el acceso hacia el Cáucaso y la zona euroasiática, sino también demostrar quién llevaba la iniciativa o, lo que es lo mismo, que no estaban dispuestos a que el escenario europeo se convirtiera poco a poco en un feudo alemán; Europa -señalaba el representante cubano en una asamblea de la ONU a propósito de esta guerra- ha sido tratada como un socio menor. EEUU es quien toma las decisiones, fija la estrategia, ejerce el mando, dispone de los medios militares necesarios y ensaya su nueva y criminal tecnología en el polígono europeo.

Pero la respuesta europeísta no se hizo esperar. Apenas unos días después de finalizada la guerra de agresión a Yugoslavia, los portavoces de la UE anunciaron la puesta en marcha de la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESC), con la que se trataba de formar, sin pérdida de tiempo, el brazo militar del imperialismo europeo coaligado. No pocos comentaristas afirmaron que era la respuesta a la exhibición militar de EEUU en esa guerra; otros, por el contrario, no han conseguido interpretar -o no les interesa- cómo después de esa unidad militar mostrada durante las semanas de agresión, ahora se monte este desafío por parte de los aliados europeos; y mucho menos, cuando el jefe militar que ha quedado al mando de las fuerzas de ocupación multinacionales en Kosovo es un cualificado general de la Bundeswehr (el ejército alemán); aspecto, éste último, que, dicho sea de paso, a Alemania le importa poco, porque sabe que el papel de su general no deja de ser el de una figura decorativa y que a EEUU y a sus incondicionales británicos sólo se les podrá sacar algún día de Kosovo y de su entorno por la fuerza de las armas. De ahí que a finales del pasado año, los Estados integrados en el Eurocuerpo (encabezados por Alemania y Francia) hayan propuesto a los otros miembros de la UE, que no forman parte de ese aparato militar, que participen en su reforzamiento con la pretensión ¡nada menos! de que en el menor tiempo posible pueda asumir las tareas de paz que actualmente ejerce la OTAN en los Balcanes.

Todo indica que no ha de pasar mucho tiempo sin que veamos a las tropas de la UE en los campos de batalla, lo que dudamos es que lo hagan bajo el manto de las estructuras de la OTAN. Lo demás, la dinámica de réplicas y contrarréplicas que viene dominando en las relaciones interimperialistas, es la continua escalada hacia la confrontación, en la que los EEUU volverán a replicar, no cabe duda, con el chantaje y las presiones para romper los planes militares europeos, al tiempo que seguirán explotando a fondo las rivalidades y contradicciones existentes entre los Estados de la UE, con el fin de restarle adeptos al europeísmo y ganarlos para su causa.

Así pues, la poderosa OTAN, aparte de sus innumerables crímenes, no ha estado haciendo otra cosa que caminar de una Cumbre a otra, de una Conferencia a la siguiente, a caballo entre la alianza y la fractura, entre la relativa unidad de acción y el peligro de acción por libre por parte de algunos de sus miembros, demostrando que su historia reciente es la de toda una serie de acuerdos convertidos, en su mayor parte, en cenizas que se lleva el viento. Sin embargo, hoy por hoy, nadie parece estar dispuesto a romper definitivamente la baraja, dando así por finalizada la existencia de esa organización militar, de esa especie de muro de contención que, con su derribo, iba a adelantar la confrontación militar directa entre las grandes potencias; unos, como en el caso de Alemania, porque necesita más tiempo para reforzar su poderío militar, establecer sólidas alianzas y ganar nuevas posiciones; otros, como en el caso de los socios menores, porque no les queda más remedio que seguir tragando con lo que decidan las grandes potencias y, en el caso de EEUU, porque necesita la existencia de la OTAN para sostener sus posiciones en Europa. Todo apunta a que será el desarrollo acelerado de las contradicciones y disputas lo que, llegado a un alto nivel de agudización, provocará el rompimiento de la Alianza, y por ahí van los tiros ya que es totalmente inconcebible unir lo que está enfrentándose, meter en un mismo bloque militar lo que no es más que un conjunto de tendencias expansionistas antagónicas.

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