La II Internacional

Los últimos treinta años del siglo XIX constituyeron un período de acelerado desarrollo del capitalismo, de progreso técnico (el empleo de la electricidad se introducía en la industria, el transporte y las comunicaciones) y de rápida expansión del maquinismo. La gran producción aumentaba con suma rapidez, arruinando por doquier a los pequeños industriales. Se perfiló claramente un proceso de concentración en la industria, el comercio y la banca. En muchas actividades económicas se formaban potentes uniones monopolistas. La terminación del último tercio del siglo XIX constituyó un período de expansión relativamente pacífico del capitalismo. Pero a pesar de que en este período el mundo capitalista no conociera grandes explosiones revolucionarias, los antagonismos clasistas, lejos de aminorar, se agravaron aún más. Las crisis, que desde 1857 se producían periódicamente, y el creciente desempleo hacían incierta la situación del obrero y su familia. A excepción del sector cualificado, el salario real de las masas fabriles decrecía en vez de aumentar.

Por otro lado, la lucha de independencia nacional de los pueblos oprimidos arreció, no sólo en Asia y África, sino también en los países de capitalismo desarrollado. La lucha de clases de los trabajadores, el movimiento de liberación nacional y el movimiento democrático general confluían en un mismo torrente, cuya fuerza organizadora principal era la clase obrera.

La herencia de la Primera Internacional fue recogida por el proletariado, creando en numerosos países sus propios partidos. La formación de partidos obreros fue un importante acontecimiento en el desarrollo del movimiento obrero organizado, y lo llevó a una fase más avanzada. Con la aparición de estos partidos, se planteaba, naturalmente, el problema de unirlos a escala internacional. F. Engels desempeñará un eminente papel en esta tarea. De esta suerte, y con el objetivo de intercambiar las experiencias del movimiento obrero e impulsar su desarrollo en los distintos países, el 14 de julio de 1889 se inauguró en París el Congreso Constituyente de la II Internacional. Es en este primer Congreso donde se toma el acuerdo de celebrar anualmente el Primero de Mayo como el día internacional del trabajo, de la lucha y de la solidaridad proletaria.

En el momento de aparecer y en las primeras fases de su actividad, la II Internacional fue esencialmente una organización proletaria asentada en fuertes partidos marxistas. Al debatir y elaborar en sus Congresos los temas de la táctica del proletariado, de la participación de los socialistas en la lucha parlamentaria, tras haber conseguido los partidos el derecho al sufragio universal, de su papel en los sindicatos, etc., la II Internacional cumplía una misión necesaria e importante. Pero éste era ya un período de transición del capitalismo de libre competencia y su política de democracia burguesa, al capitalismo monopolista y el imperialismo, con lo que el período histórico de las formas pacíficas y legales de lucha del proletariado se cerraba.

Producto social de esta época de desarrollo «pacífico» del capitalismo y de legalismo burgués es el oportunismo revisionista, asentado en una capa privilegiada de obreros, periodistas, parlamentarios, etc., sobornados por las prebendas económicas y políticas que les concedía la burguesía. Las primeras manifestaciones del oportunismo se dan en vida aún de Engels, en el Programa aprobado en el Congreso de Erfurt (1891) del Partido Socialdemócrata Alemán. Programa que sería criticado duramente por Engels, ya que dejaba las puertas abiertas a la colaboración de clases, lo que supondría una renuncia a los métodos revolucionarios de lucha. Pese a todo, la corriente oportunista se va afirmando en el seno del más fuerte partido de la II Internacional, el Partido Socialdemócrata Alemán, y será tras la muerte de Engels (1895) cuando tomará cuerpo en la persona de Berstein. Desde entonces, en el movimiento obrero se desarrollará inevitablemente la lucha de estas dos tendencias: la oportunista y la revolucionaria.

La política propugnada por Berstein era una revisión descarada de la doctrina revolucionaria de Marx; proponía a la socialdemocracia renunciar a la lucha por el socialismo y esforzarse por lograr tan sólo la realización de algunas reformas en el marco de la sociedad capitalista, argumentando para ello que la teoría de la lucha de clases es inaplicable a una sociedad estrictamente democrática gobernada conforme la voluntad de la mayoría.

Esta tendencia fue calando en otros partidos socialdemócratas europeos que no tardaron en poner en práctica las ideas bersteinianas. La entrada con el gobierno francés del socialista Millerand (1889) supuso un nuevo paso hacia la claudicación. Ya no se trataba únicamente de predicar una política de reformas, sino de hacerla efectiva. Esta postura creaba, inevitablemente, la división dentro de los propios partidos socialdemócratas y en la Internacional.

Casi a finales de la década de 1890, el imperialismo había superado su fase embrionaria, manifestando claramente las peculiaridades inherentes a esta última fase del capitalismo: por un lado, una gigantesca socialización del trabajo; y, por otro, las anexiones y la explotación de las naciones oprimidas por un puñado de grandes potencias. El imperialismo convertía a unos pocos países desarrollados en parásitos que vivían a expensas de cientos de millones de hombres de los pueblos sojuzgados. Por esta razón la lucha contra las guerras anexionistas y por el derecho de las naciones a la autodeterminación era un objetivo primordial de la II Internacional. En tal sentido, y a despecho de los sectores oportunistas que justificaban tal opresión con la falacia de que la autodeterminación era irrealizable bajo el imperialismo, el IV Congreso de la Internacional (Londres, 1896) aprobó una serie de resoluciones en las que se respaldaba la lucha de los pueblos oprimidos por su liberación, por la autodeterminación, a la vez que exhortaba a los obreros de todo el mundo a la unidad internacional en su lucha de clases.

Por otra parte, en el plano nacional, la entrada del capitalismo en su fase superior, el imperialismo, planteó un nuevo cambio de táctica dentro del movimiento obrero, ya que la utilización de la legalidad burguesa se había convertido en una servil sumisión por parte del sector oportunista a esa misma legalidad. Había que pasar de las organizaciones preparatorias y legales de la clase obrera a organizaciones revolucionarias que supieran no limitarse a la legalidad y emprendieran la lucha por el derrocamiento de la burguesía.

Esta cuestión táctica se planteaba con especial agudeza en Rusia, país donde el zarismo era el imperialismo militar-feudal y la principal reserva y agente del imperialismo occidental en Oriente; además, en la Rusia zarista se estaba gestando la revolución más aceleradamente que en ningún otro país. Tales circunstancias hacían absolutamente incompatibles el oportunismo con los intereses del movimiento obrero, por cuya razón los socialdemócratas revolucionarios encabezados por Lenin, que a la sazón se había convertido en el principal defensor del marxismo en la II Internacional, rompieron con el sector oportunista del Partido en 1903.

Un año más tarde, se celebra en Amsterdam el VI Congreso de la Internacional, en el que se debaten los nuevos métodos a utilizar por el proletariado y, entre ellos, la huelga política de masas como método esencial en esos momentos. Una vez más, los oportunistas se oponen, basando sus argumentos en que esta forma de lucha no podía sustituir a las formas parlamentarias y que en la práctica iba a resultar peligrosa ya que podía desorganizar la marcha habitual de la vida económica del país y dejar vacías las arcas de los sindicatos.

El desarrollo de los acontecimientos no tardó en demostrar la justeza de las resoluciones presentadas por el ala marxista revolucionaria que fueron aprobadas en este Congreso. En 1905, estalla en Rusia la revolución, que se inicia con una oleada de grandes huelgas que desembocaron, a pesar de la represión desatada, en una huelga política a nivel de todo el país y, finalmente, en la insurrección armada de los obreros dirigidos por los bolcheviques. Aunque esta insurrección fracasó, en parte por la falta de experiencia en la dirección de la lucha y, en parte, por la traición de los mencheviques que llamaban a los insurrectos a la conciliación, dotó al proletariado y a su partido de una gran experiencia. En unos cuantos meses se conquistó para todo el pueblo ruso mejoras que en vano esperó decenas de años. Tanto las victorias como las derrotas de la revolución -escribía Lenin- han ofrecido grandes enseñanzas históricas, de entre las cuales la primera y fundamental estriba en que sólo la lucha revolucionaria de las masas es capaz de conseguir mejoras serias en la vida de los obreros (1).

Sin embargo, los líderes oportunistas se negaron en redondo a extraer experiencias de esta revolución y a rectificar sus posiciones antimarxistas; mientras, el ejemplo de la revolución rusa corrió entre las masas como la pólvora, iniciándose en los países europeos una oleada de huelgas como no se habían dado en varios años. Todo esto venía a demostrar la necesidad de ir abandonando la ya estéril lucha parlamentaria en los países imperialistas y pasar a las acciones revolucionarias abiertas.

Esta tarea iba a plantear varios problemas en la II Internacional, que fueron tratados en el VIII Congreso, celebrado en Stuttgart en 1907. Para llevar a cabo la lucha revolucionaria en las nuevas condiciones del imperialismo, se necesitaba crear partidos de nuevo tipo, pertrechados con una teoría marxista, que fueran capaces de conducir a las masas a la conquista del poder. Además, era imprescindible plantearse el trabajo y la relación que debían mantener los partidos con los sindicatos, ya que los oportunistas estaban limitando la actuación sindical a la simple lucha económica, dejando en segundo plano la lucha política. Esto significaba la desligazón del movimiento obrero del socialismo, por lo que el reforzar estos vínculos venía a ser una urgente tarea. No obstante, la labor fundamental del Congreso se centró en el peligro de la guerra mundial que se vislumbraba, pues en este año ya se habían formado los dos grandes bloques imperialistas, la Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) y la Triple Alianza (Alemania, Austro-Hungría e Italia), que se disputarían poco después el reparto del mundo.

Ante este peligro, se redactaron proyectos de resolución sobre el militarismo y los conflictos internacionales. En la comisión encargada de esta cuestión participó Lenin, quien introdujo en la resolución esta importantísima tesis: En caso de que la guerra sea desencadenada, los obreros de los distintos países deben procurar por todos los medios aprovechar la crisis económica y política provocada por la guerra para acelerar el hundimiento de la dominación capitalista de clase. En todos los países europeos, las masas respondieron a este aumento del militarismo con importantes acciones dirigidas contra sus propios gobiernos, al mismo tiempo que se sucedían grandes luchas y huelgas provocadas por la situación de miseria que imponía el régimen de los monopolios.

En el Congreso siguiente (Copenhague, 1910) se dio un paso adelante en la lucha contra el peligro de guerra. Las resoluciones de este Congreso obligaban a los partidos socialistas y a sus representantes en los parlamentos a exigir a sus gobiernos que redujesen los armamentos y disminuyesen los conflictos internacionales mediante arbitrajes, a la vez que llamaban a los obreros a organizar en todos los países actos de protesta contra el peligro de guerra.

El continuo fortalecimiento del imperialismo y sus preparativos bélicos hizo que la situación se agravara ante el inminente peligro de guerra, por lo que fue necesario la convocatoria de un Congreso extraordinario de la II Internacional, que se celebró en Basilea en 1912. El manifiesto político aprobado en este Congreso planteaba la táctica de llevar adelante la revolución proletaria aprovechando la guerra imperialista. La consigna lanzada en este Congreso, de guerra a la guerra, significaba una advertencia al imperialismo de lo que podía esperar en caso de que se decidiera a desencadenar la guerra, la cual, tal y como se preveía, estalló en 1914.

Poco después de iniciada la contienda, los partidos de la II Internacional y, en especial, el Partido Socialdemócrata alemán, encabezado por el socialchovinista Kautsky, traicionan los acuerdos adoptados en Basilea, poniéndose al lado de sus respectivas burguesías nacionales, votando los presupuestos de guerra y llamando a los pueblos a exterminarse. Sólo los bolcheviques se mantuvieron firmes en la postura de transformar la guerra imperialista en guerra civil. Esta traición de Kautsky al socialismo significó la ruptura y bancarrota de la II Internacional.

Esta abierta y descarada postura de los oportunistas de alineamiento con la burguesía hizo que se derrumbara, en muy poco tiempo, toda su demagogia patriotera, a pesar de la gran influencia que todavía ejercían dentro del movimiento obrero. Las penalidades de la guerra acrecentaron el descontento de las masas populares, descontento que no tardó en convertirse en un movimiento general de protesta contra la guerra y el yugo del capital, agudizándose al máximo los antagonismos de clase.

En estas condiciones, la unidad de los revolucionarios con los oportunistas significaba la subordinación de la clase obrera a los intereses de sus respectivas burguesías y hacerse cómplice de la opresión de otras naciones. La II Internacional se quiebra en mil pedazos.

En los países capitalistas europeos surgen grupos y organizaciones comunistas opuestas a la guerra. Estos se reúnen en las Conferencias de Zimmerwald (1915) y Kienthal (1916). En ellas, Lenin se destaca como el más intransigente defensor de las posiciones del marxismo revolucionario y resuelto internacionalista; desenmascara a los líderes socialchovinistas, su traición a la causa de la libertad de los pueblos y al socialismo, poniendo en claro el carácter imperialista de la guerra. A las ideas conciliadoras y claudicantes de Kautsky, Plejanov, etc., Lenin opone la propaganda para transformar la guerra imperialista, de verdadera carnicería entre pueblos, en guerra civil revolucionaria. Para ello, propugna la organización del proletariado revolucionario en organizaciones clandestinas, la confraternización en las trincheras, la derrota del propio país, la autodeterminación de las naciones, etc. Al mismo tiempo, Lenin ve necesario organizar una nueva Internacional que recoja estos principios, lleve a cabo la lucha contra el oportunismo y adapte la táctica del movimiento obrero a las nuevas condiciones del imperialismo.

La justeza de estas posiciones no tardó en verse refrendada por la práctica. En febrero de 1917, estalla la insurrección en Rusia. En octubre, los obreros, campesinos y soldados, encabezados por el Partido de Lenin, conquistan el poder. Un año después, termina la guerra imperialista y un gran torrente revolucionario se extiende por toda Europa.

Con la guerra imperialista y la primera Gran Revolución Socialista de la historia, termina una época y comienza otra enteramente nueva. Como dijo Lenin: La democracia burguesa ha caducado, lo mismo que la II Internacional, la cual cumplía un trabajo necesario y útil en el plano histórico, cuando estaba planteada a la orden del día la obra de preparar a las masas obreras en el marco de esta democracia burguesa (2).

Notas:

(1) V. I. Lenin: Las enseñanzas de la Revolución
(2) V. I. Lenin: La III Internacional y su lugar en la Historia

inicio programa documentos galería